jueves, 20 de septiembre de 2012

Las misas de la mesa



Cuando Irak era Asiria, un rey ofreció en su palacio de la ciudad de Nimrod un banquete de veinte platos calientes, acompañados por cuarenta guarniciones y regados por ríos de cerveza y vino. Según las crónicas de hace tres mil años, hubo sesenta y nueve mil quinientos setenta y cuatro invitados, todos hombres, mujer ninguna, además de los dioses que también comieron y bebieron.
De otros palacios, todavía más antiguos, provienen las primeras recetas escritas por los maestros de cocina. Ellos tenían tanto poder y prestigio como los sacerdotes, y sus fórmulas de sagrada comunión han sobrevivido a los naufragios del tiempo y de la guerra. Sus recetas nos han dejado indicaciones muy precisas (que la masa se eleve hasta cuatro dedos en la marmita) y a veces no tanto (echar sal a ojo), pero todas terminan diciendo:

Listo para servir.

Hace tres mil quinientos años, también Aluzinnu, el payaso, nos dejó sus recetas. Entre ellas, esta profecía de la charcutería fina:
Para el último día del penúltimo mes del año, no hay manjar comparable a la tripa de culo de burro rellena de mierda de mosca.

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