jueves, 30 de diciembre de 2010

Trova de Edgardo






Por Silvio Rodriguez


No es la primera que le escribo a Poe, a quién leí desaforadamente en mi adolescencia, o sea todavía. Tampoco es el primer homenaje que rindo a la trova tradicionalmente cubana. Es sólo la primera vez que consigo empalmar ambas ideas sin que se vea la soldadura.

Hoy
a mi puerta un pájaro trinó,
pero abrí
y una sombra se echó a volar.
Hoy
recordé a Edgardo,aquel señor
fumador
de ampolas, que era juglar.


Hoy haré una página celeste,
trovadicta, trovardiente.
Hoy, cantando sólo con la luna,
ya que se hizo puta la fortuna.
Hoy me trovaré para alegrarme,
como Edgardo, sin alarde.


Hoy
recordé a Edgardo,aquel señor
fumador
de ampolas, que era juglar.
Hoy
a mi puerta un pájaro trinó,
pero abrí
y una sombra se echó a volar.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Julio Cortázar

Por Abelardo Castillo

   Mi relación con Julio Cortázar empieza en el año 1960: acababa de salir Las armas secretas, libro que leí en un tren en un viaje a San Pedro. Lo leí de un tirón y, cuando lo terminé, estaba convencido de haber descubierto al mayor cuentista argentino. Cortázar en esa época era un desconocido, aunque ya había publicado algunos libros, allá por los años cincuenta. De vuelta en Buenos Aires escribí en El grillo de papel una nota sobre el libro, donde ponía a Cortázar, como cuentista, por encima de Borges, descubría que las iniciales Ch. P. de "El perseguidor" eran las de Charlie Parker -hasta ese momento nadie había notado que ese relato no es una invención sino que está basado en una biografía de Parker-, sostenía que Cortázar terminaría por escribir novelas, y sobre todo señalaba, no sin pedantería, que el final del cuento "Las armas secretas" me parecía imperfecto. Al poco tiempo recibo una carta de Cortázar, la primera de una larga serie de cartas, donde decía que lamentaba no poder encontrarse conmigo, porque ya estaba con un pie en el avión, pero que había leído esa crítica y nos agradecía haberla publicado. Cortázar era más de veinte años mayor que todos nosotros y nos hablaba como si tuviera nuestra edad. Decía -son palabras de Cortázar-: "le voy a certificar unos pálpitos"; en efecto el protagonista de "El perseguidor" era Charlie Parker, aunque nadie se había dado cuenta; en efecto, estaba escribiendo una novela; en efecto, el cuento "Las armas secretas" le había costado mucho trabajo, no lo consideraba resuelto y nunca había sabido cómo terminarlo. En El grillo de papel, y luego en El escarabajo de Oro, aprovechamos a mansalva esa carta. Le escribimos a París y lo primero que hicimos fue pedirle un cuento inédito, que nos mandó. En realidad, nos mandó dos. Uno de ellos era "Continuidad de los parques". Después tuvimos el cuidado, deliberadamente tardío, de explicarle que éramos una revista de izquierda. Sabíamos que el trabajaba en la Unesco y que había publicado en Sur. Le proponíamos ser nuestro colaborador permanente. Nos mandó otra carta diciéndonos que el hecho de que fuéramos una publicación de izquierda se la hacía más leíble; también recuerdo que no escribió "legible", sino "leíble", y a partir de ese momento, hasta el último número, formó parte de nuestra revista.
    Esa amistad -o lo que fuera- con Cortázar, duró literalmente hasta su muerte, no sin algunas discusiones intermedias. Cuando apareció Rayuela le criticamos el injerto de la teoría de la novela dentro de la novela; incluso le hice una broma, en una carta, sugiriéndole que la próxima edición la hiciera en lata, porque de tanto ir de atrás para adelante el libro se rompía todo, a menos que su estructura fuera una especie de negocio para que uno tuviera que comprar dos ejemplares.
    Hacia 1973 lo conocí personalmente de la manera más insospechada y curiosa. Una mañana, a eso de las nueve y media, me llaman por teléfono; alguien me pregunta si habla con la casa de Castillo y yo le digo que sí, en muy mal tono porque estaba medio dormido, a las nueve y media de la mañana (quizá me había acostado hacía dos horas). La voz me dice: "Le habla Julio Cortázar." Y yo le respondo, con absoluta indiferencia: "Ah, sí, que bien." Esto sólo es explicable por esa manía, tan nacional, de sospechar que, si una voz dice que nos llama Julio Cortázar, se trata de una broma. Supuse que era algún amigo sampedrino que, cuando me oyera contestar: "¡Ah, Cortázar!, cómo le va, qué sorpresa", me iba a decir: "Así que a Cortázar lo atendés y con nosotros te hacés el raro..." La voz, un poco cortada, me dice: "¿Pero, hablo con la casa de Abelardo Castillo?", y en el "pero" y en la palabra "Abelardo" noté el gangoseo típico de Cortázar, que pronunciaba la "r" a la francesa, no por amaneramiento o por hacerse el francés, sino porque tenía frenillo. No podían ser mis amigos de San Pedro, quienes, hablando en general, no son lingüistas tan refinados como para reparar en esos detalles. Le digo: "Pero, ¿quién habla?" "Cortázar", me dice Cortázar. Volví a notar la "r" afrancesada y le dije: "Perdóneme, Cortázar, estoy medio dormido, me acuesto muy tarde, estoy durmiendo con mi novia...", qué sé yo qué disparates. El hecho es que quería conocernos, es decir, conocer a los integrantes de El escarabajo de Oro. Recuerdo que me pidió que no hubiera demasiada gente, porque los argentinos hablábamos muy alto y en Buenos Aires hay mucho ruido y él ya estaba desacostumbrado a nuestros decibeles. Sylvia siempre recuerda esa mañana porque ella tendría veintidós años, y, cuando yo le comenté a Cortázar que estaba durmiendo con mi novia, él dijo: "No hay nada más lindo que dormir con la novia." Cortázar vino a mi casa esa tarde. Cuando lo atiende Sylvia, que le llegaba literalmente a las costillas flotantes -Cortázar era un hombre altísimo-, estábamos oyendo jazz, a Charlie Parker, pero por pura casualidad. Estaba encendida la radio, no era un disco nuestro. Supongo que a él le pareció natural. En su literatura se nota que esos pequeños milagros le parecían naturales.
Más tarde llegaron Liliana Heker, Bernardo Jobson, Daniel Freidenberg, uno o dos más. Lo que nos asombró ese día fue no encontrar en Cortázar el humos de sus libros, el de Cronopios o de algunos capítulos de Rayuela. Era un alto señor muy serio, casi circunspecto, muy tímido, que hablaba en voz baja y, cuando se reía, se tapaba la boca con la mano. No habló mal de ningún escritor argentino, cosa muy rara entre escritores argentinos, aunque yo creo que, en parte, lo hacía por astucia, no por las mismas razones por las que Marechal nunca hablaba mal de nadie. Cortázar se cuidaba un poco, por su condición de argentino a medias. Era ambiguo y querible, sobre todo muy querible para las mujeres: una combinación rarísima de gigante y de huérfano. En esa época, en el 73, tenía unos sesenta años, barba absolutamente negra, pelo negro y tupido; parecía un hombre de treinta años que se ha dejado la barba para parecer mayor. Hasta que nos reencontramos, esa misma noche o alguna otra, no lo oímos reír. Estaba entusiasmado por recorrer "el barrio de los piringundines", en la calle 25 de Mayo, y nadie se animaba a decirle que a estas alturas ya no había tantos piringundines como él recordaba, pero igual nos fuimos a caminar por la calle 25 de Mayo, por Alem, a tomar vino y a comer en algún bodegón del Bajo. Y ahí apareció el verdadero Cortázar. Después de unos vasos de vino, el humor de Cortázar era irrefrenable. Estaba hecho de cosas mínimas como las que a veces pone en sus libros. Contó una minihistoria inolvidable. No sé si en Villa Crespo o en Flores, o tal vez en alguno de los pueblos donde vivió, había una profesora de teoría y solfeo, una de esas señoritas mayores un poco patéticas, que tenía unas tarjetitas donde decía: Fulana de Tal, Profesora de Piano, Teoría y Solfeo, y abajo, en letra muy chiquita, csi invisible: Se vende un arpa usada. Exactamente lo que le hubiera gustado encontrar a Oliveira.
    Hacia 1960, yo le había enviado a París mi cuento "Historia para un tal Gaido", en el mismo momento en que él nos mandaba "Continuidad de los parques": se cruzaron en el camino. En el cuento de Cortázar, el personaje de una novela mata al lector; en el mío, al autor. Le fascinaban estos cruces. Con Bioy Casares le sucedió algo parecido: escribieron una o dos veces el mismo cuento. Claro que, siendo argentino, lo asombroso sería no volver a escribir un cuento de Bioy o de Cortázar.
   La última vez que hablé con él fue muy poco antes de su muerte. En mitad de esta relación hubo una polémica muy amarga sobre el exilio durante la dictadura militar. Cortázar llegó a sostener que todos los escritores que tenían algo que decir debían irse a París. Lo propuso textualmente. nosotros le respondimos en El ornitorrinco -el texto lo escribió Liliana Heker, pero puedo decir nosotros, porque ella respondía por todos-, recordándole que en la Argentina todavía estaban las Madres de Plaza de Mayo, los obreros que no habían podido exiliarse ni lo pensaban; que aparecían, si uno corría el riesgo de editarlas, unas cuantas revistas literarias no oficiales; que el mero hecho de vivir en París no garantizaba la buena conciencia de nadie; y, sobre todo, que ya se había dado un fenómeno que a Cortázar se le había pasado por alto, Teatro Abierto, que fue prácticamente un acto masivo de rebeldía cultural contra la dictadura. Muchos revolucionarios estratosféricos se molestaron con nuestra revista por haber discutido con Cortázar, porque, en esos años, disentir con él era como desautorizar al Papa. Cortázar no contestó; aceptó esas razones, vale decir, nos confirmó su aceptación tácita. Pero, además, la última vez que vino a la Argentina, antes de morir -la visita famosa que ahora todos recuerdan porque no lo invitó Alfonsín-, volvió a llamar por teléfono para decirme que teníamos razón, y que pusiera el televisor esa noche, ya no sé en qué programa, porque lo diría explícitamente, cosa que efectivamente hizo, y que cuando volviera a Buenos Aires, en unos meses, iba a encontrarse con nosotros, "con mis amigos", dijo. Ya nunca más volvió, a los tres meses había muerto.
En aquellas primeras noches del setenta, le preguntamos sobre Latinoamérica y él dijo con franqueza: "No entiendo mucho de política." O sea, que sus opciones políticas eran viscerales. No quería ser un intelectual, no se sentía un intelectual. Era un hombre comprometido emocionalmente con aquello que creía justo.
Y sobre todo era un escritor. Salvo Borges, y no encuentro otra excepción, no he conocido a nadie tan preocupado por el tema de las palabras. Para Cortázar, las palabras no sólo tenían significado y sonido, sino color y peso. Hablaba del color de las palabras como si fueran una especie desconocida de animalitos que había que amaestrar.
    Cortázar ha dicho que no corregía, o que improvisaba sus cuentos sin saber cómo ni por qué. Es falso, es una pose inocente o una broma para señoritas que venden arpas usadas. Yo recuerdo cartas que acompañaban algún cuento para la revista: "Por favor, los puntos, las comas; revísemelo usted mismo, que lo he corregido tanto..." Cortázar coqueteaba un poco al decir que escribía sus historias sin saber dónde iba. Él, a lo mejor, no lo sabía; pero su inconsciente sí. Esa poética del éxtasis, que profesan los jóvenes tontos, sólo es útil si ya se es Cortázar, si ya se tiene una ciega confianza en que las palabras hablan
por nosotros.

Cavernas


Las estalactitas cuelgan del techo. Las estalagmitas crecen desde el suelo.
Todas son frágiles cristales, nacidos de la transpiración de la roca, en lo hondo de las cavernas que el agua y el tiempo han excavado en las montañas.
Las estalactitas y las estalagmitas llevan miles de años buscándose en la oscuridad, gota tras gota, unas bajando, otras subiendo.
Algunas demorarán un millón de años en tocarse.
Apuro, no tienen.

Continuidad de los parques



Por Julio Cortázar

 Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
    Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

martes, 28 de diciembre de 2010

Decálogo para periodistas (fragmento de “Los titulares de mañana”)

Por Tomás Eloy Martínez

1) El único patrimonio del periodista es su buen nombre. Cada vez que se firma un artículo insuficiente o infiel a la propia conciencia, se pierde parte de ese patrimonio, o todo.
2) Hay que defender ante los editores el tiempo que cada quien necesita para escribir un buen texto y el espacio que necesita dentro de la publicación.
3) Una foto que sirve sólo como ilustración y no añade información alguna no pertenece al periodismo. Las fotos no son un complemento, sino noticias en sí mismas.
4) Hay que trabajar en equipo. Una redacción es un laboratorio en el que todos deben compartir sus hallazgos y sus fracasos.
5) No hay que escribir una sola palabra de la que no se esté seguro, ni dar una sola información de la que no se tenga plena certeza.
6) Hay que trabajar con los archivos siempre a mano, verificando cada dato y estableciendo con claridad el sentido de cada palabra que se escribe.
7) Hay que evitar el riesgo de servir como vehículo de los intereses de grupos públicos o privados. Un periodista que publica todos los boletines de prensa que le dan, sin verificarlos, debería cambiar de profesión y dedicarse a ser mensajero.
8 ) Hay que usar siempre un lenguaje claro, conciso y transparente. Por lo general, lo que se dice en diez palabras siempre se puede decir en nueve, o en siete.
9) Encontrar el eje y la cabeza de una noticia no es tarea fácil. Tampoco lo es narrar una noticia. Nunca hay que ponerse a narrar si no se está seguro de que se puede hacer con claridad, eficacia, y pensando en el interés de lector más que en el lucimiento propio.
10) Recordar siempre que el periodismo es, ante todo, un acto de servicio. Es ponerse en el lugar del otro, comprender lo otro. Y, a veces, ser otro.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Cristo llame ya!

UNA INVESTIGACION SOBRE LA AVANZADA EVANGELICA EN LA ARGENTINA

Por Alejandro Seselovsky
El crecimiento de las iglesias evangélicas desnuda un particular fenómeno social, político y económico. El periodista Alejandro Seselovsky lo investigó. Aquí, un adelanto de su libro Cristo llame ya!
Y de pronto hay doscientos tipos de pie con el brazo extendido, la mano abierta, multiplicando la exaltación del pastor que ha comenzado a gritar sobre el micrófono: ¡Queeema! ¡Queeeeeema! Y entonces todos: ¡Queeeeeema! ¡Queeeeeeema!, y después ya ni escuchan al pastor y cada uno por cuenta y orden de su propia furia, sueltos, desbocados, siguen gritando ¡Queeeeeema! ¡Queeeeeema! desde las butacas, y el templo que era un cine, pero ya no se llena con las voces febriles. Y gente y pastor queman, enardecidos y lanzados a la carrera exorcista en la noche temprana, mientras la mujer, única y central, arrodillada allí delante, llora, los espasmos del llanto sacudiéndole el lomo encorvado, la mano del pastor en su frente trémula.
Cuadritos como éste se repiten regularmente en los quince mil templos evangélicos que hay en la Argentina porque, antes que nada, en América latina la iglesia evangélica es una iglesia de la efusividad.
El imaginario social argentino tiene a los evangélicos en un lugar más o menos definido: tipos que hablan de Cristo en la tele, que a veces hablan en portugués, que se mueven entre la parodia y la exaltación, que todo el tiempo leen la Biblia excepto en sus ratos libres, cuando leen interpretaciones de la Biblia, que te tocan el timbre, que te quieren convertir, que hay uno que se llamaba Giménez.
Pero el imaginario social es como todos los imaginarios sociales: reduce y desestima. Su mapa no está mal, pero hay tanto más: el submundo cultural evangélico esconde escenas y escenarios de un surrealismo insospechado, en algunos casos extremo, en otros divertido, en otros peligroso. En otros no es surrealismo, es puro crecimiento y masividad: a principios de los años ochenta el cálculo promedio contaba dos millones de evangélicos en el país. Hoy la estimación real es de cuatro millones y medio.

Aleluya, por lo que cabe
Es que es ancha la iglesia evangélica: va del bautismo tan protestante y tan royal de Amalia-Catharina Beatrix Carmen Victoria de Orange, la hija de Máxima Zorreguieta, a los brasileños vocingleros de la trasnoche de América. Y todo cabe ahí adentro, aleluya.
Cabe una cárcel, la Unidad 25, el primer penal exclusivamente evangélico con presos evangélicos y guardiacárceles evangélicos.
Caben también diez mil tipos que van a un concierto de rock y llenan la cancha de Atlanta y hacen pogo y saltan y transpiran, pero ninguno de los diez mil enciende un cigarrillo en toda la noche ni destapa cerveza porque, explican, alcohol y tabaco son del Diablo, no de Dios.
Y cabe el rock, en sentido estricto. Y una banda que se llama R.E.S.C.A.T.E. y que vende como la Bersuit, pero sólo ellos y sus fans lo saben. Y cabe el rock, en sentido amplio, y hay unos que hacen punk evangélico, y otros que hacen heavy metal evangélico, y los de la cumbia evangélica y los del reggae que le dan a la cejilla y se dejan los dreadlocks pero que nadie queme la piedra de la locura porque serás condenado, rastaman.
Cabe Dolores Demonty, la mamá de Ezequiel, el pibe que una madrugada de septiembre de 2002 fue arrojado al Riachuelo por un grupo de la Policía Federal y que apareció muerto flotando en el agua negra. “Yo perdono”, dijo Dolores, mamá cristiana y evangélica.
Cabe Focus on the Family, unos conservadores que vinieron a Buenos Aires para repudiar la unión civil entre personas del mismo sexo y dictaron un seminario donde explicaban por qué los homosexuales se van al infierno.
Y caben los gays y las lesbianas que se pusieron iglesia propia para adorar a Cristo sin dejar de ser lo que eran, y al principio eran muy pocos y ahora no son tan pocos y en la iglesia no reparten hostias sino preservativos.
Y cabe Bush.Y cabe Luis Palau, que justifica la invasión a Irak, y a quien le pregunto sobre Bush. Palau me dice que es un cristiano equilibrado y normal. Me lo dice así: “Bush es un cristiano equilibrado y normal”. Eso también cabe.
En la anchura de tanta iglesia sin jefe ni Papa cabe un predicador que se disfraza de Matrix y pelea contra unos ninjas en el escenario del Luna Park y el afiche de la puerta anuncia que van a estar los verdaderos dobles de riesgo del Parque de la Costa y entonces aparecen los tipos volando por el aire como diablitos ensartados, y en el medio de todo el mensaje de la cruz redimiendo a los del pullman.
Cabe la mamá que prefirió las oraciones a la quimioterapia y terminó acusada de haber dejado morir a su hijo.
Cabe, en la iglesia donde todo cabe, el pastor Marcelo Rojo que no se masturba porque dice que masturbarse es matar y él ya mató una vez y por eso cumple perpetua en la Unidad 25, aunque su alma sí es libre, muy libre desde que conoció a Jesús en un calabozo.
Caben los que hablan lenguas angélicas y en medio del culto entran en trance profundo y ellos dicen que el Espíritu Santo se les mete en el cuerpo y les usa la lengua para decir algo que sólo unos pocos entienden. Y yo sólo escucho ruidos.
Todo cabe en el invento de un cura alemán que una mañana de 1520 se levantó cruzado y la emprendió contra el mundo que hasta entonces había sido su mundo. Y fue, y se consiguió un príncipe que le hiciera un poco el aguante y se armó uno propio, digo, un mundo propio. En el Vaticano no pensaron que las pataletas de Martinus Luther pudieran llegar más allá del Rin, pero llegaron. Y se convirtieron en una iglesia, en otra iglesia, una que no es la del Papa de Roma, una que se fue quedando con buena parte de Europa, que por haberse quedado con buena parte de Europa después se fue quedando con buena parte de los Estados Unidos. A los tipos los llamaron protestantes, aunque hoy también les dicen evangélicos: como prefieran.
(...)
El crecimiento de los evangélicos durante los años ochenta y noventa se apoyó en los medios de comunicación. Así llegaron masivamente hasta los sectores relegados por la iglesia católica, donde se hicieron fuertes: en las cárceles, en las villas, en la sostenida expansión de la miseria, entre los nuevos derrumbados del sistema y los derrumbados de toda la vida que habitan países de existencia desesperada como la Argentina, donde uno de cada dos es pobre y uno de cada tres, indigente. “El crecimiento de las iglesias evangélicas en la Argentina y en otros países de Latinoamérica responde a la necesidad de las personas en un período de gran desestructuración social”, me dice Rubén Dri, profesor de Sociología de la religión en la Universidad de Buenos Aires y uno de los teólogos más reconocidos del país. Su explicación del boom evangélico comienza en la disgregación del tejido social y sigue en el carácter ilusorio del contrato de fe. Continúa Dri: “La gran cantidad de sectores sociales sin proyecto necesita una contención, pero también la comunicación con el otro, y estas iglesias, las nuevas iglesias evangélicas, crean un sentimiento de comunidad que no existe en la iglesia católica, donde en misa cada cual ora por su lado. Los evangélicos le dan al sujeto la apariencia de que realmente se comunican”.
–¿Qué sucedería si viviéramos en un país con estado de bienestar, pleno empleo, un sistema de salud suficiente?
–Perderían terreno. Los evangélicos han crecido sobre la necesidad.

Es raro ver evangélicos con cruces. El argumento es que nadie a quien le mataron el padre de un tiro se cuelga una bala en el pecho como homenaje de la memoria, así que por qué van a llevar ellos la cruz donde murió el que después resucitó. Y entonces se hunden en la jactancia de ser la religión que bajó a Cristo del madero. Puede ser, pero la operación tiene segunda parte: después de desclavarlo, lo reconstruyeron, lo rediseñaron y con la nueva versión salieron de pesca. Los evangélicos, los pastores y las iglesias en general, ofrecen un Cristo llano, no teológico, algo básico, algo elemental, operable, simple, accesible, cómodo, un Cristo fast, de góndola, al alcance de la mano y al que se llega después de un rápido doble click espiritual. El easy Cristo evangélico no exige las contorsiones del arrepentimiento judeocristiano, ni los desgarramientos de la culpa y el pecado permanentes porque éste es un Cristo reparador de la vida material, un Cristo que desde la pantalla del televisor te sana, te salva y también te paga las expensas, saca a tus chicos de la droga, a tu marido del alcohol y encima te canta canciones, te da comunidad, te dice que sos un elegido.
Cristo llame ya, y si usted llama en los próximos cinco minutos recibirá también este exclusivo juego de bendiciones para usted y toda su familia, además de curaciones, éxitos y la prosperidad para su negocio con la que siempre soñó. Cristo llame ya, su operadora local lo está esperando.


domingo, 26 de diciembre de 2010

Rodolfo Walsh: Tabú y mito (Prólogo de Operación Masacre)

Por Osvaldo Bayer

No tengo otra forma de definir a Rodolfo Walsh que tomar la frase de Madame de Staél referida a Schiller: "La conciencia es su musa". Su conciencia lo seguía a todas partes. ("Me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana.") Ése es el parámetro de su vida: su conciencia. Predestinación de mezclarse con la vida, de meterse. No fue consciente, tal vez, de su predestinación. La sangre que circulaba por sus venas no lo dejaba tranquilo con los productos que le depositaba en el cerebro. Sus mejores cualidades literarias fueron alma y humanidad. (Y precisamente ésas no son las que hay que tener para ser considerado un creador literario. Los mandarines oficiales de la cultura del '83 lo quisieron apostrofar con aquello de "esteta de la muerte". Arrogancia y profundo desconocimiento humano propios de cierta cultura académica sostenida con papeles de Harvard y Cambridge.) Sí, porque Rodolfo Walsh era de Choele-Choel y había cabalgado doscientos kilómetros para salvar el caballo de su padre muerto. Ésa es su verdadera universidad; esas horas plenas de dolor del chico ante ese mundo amenazante, ante ese Dios ontológicamente injusto con los débiles, que son siempre los faltos de malicia. La inspiración de Walsh siempre vino de las contrapartidas, porque sospechó de la miopía que crece en la rutina de los claustros. Por eso Walsh se les escapa a los críticos establecidos -los frígidos y los infibulados- que no lo pueden encasillar. Y no van a poder nunca. Esos examinadores sinodales no se atreven a aplazarlo pero no le dan el pase para ser admitido en las órdenes sagradas. Lo califican de periodista para enviarlo al depósito de mercaderías varias. Walsh -creo- habría aceptado gustoso la definición de "autor de novelas policiales para pobres" si hubiera leído el ensayo que le dedicó un buen hombre, tal vez un tanto confundido por la enorme fuerza de este autor y su obra, por la mezcla salvaje de ética y rebeldía, con una imaginación donde se notan las precoces transfusiones de la sangre de Georg Büchner, de Roberto Arlt y de aquel increíble "reportero frenético" Egon Erich Kisch, el genial cronista de la república de Weimar que desnudó la falacia de Hitler y sus protectores, y lo previo todo antes del '33. No sé si Walsh quiso hacer con su máquina de escribir más pedagogía social que literatura; si se lo propuso o se lo preguntó a sí mismo. Sus respuestas son irónicas a este respecto. Su idioma dominaba todos los registros; le interesaba ser breve y claro para que lo comprendiese el lector pobre de novelas policiales. Esto no se lo van a perdonar jamás ni la sociedad argentina establecida ni sus acólitos, que nunca quieren perder el tren del poder y se sienten cómodos en sacralizar a sus intelectuales octogenarios hundidos en el suave desencanto de la vida con la metáfora siempre elegante de la duda y el pesimismo.
A Walsh no lo van a perdonar porque él sobrevoló su propio laberinto para acompañar en calles cuadradas y simétricas, numeradas del uno al cien, al desconocido que es condenado a muerte todos los días por las circunstancias y sus custodios.
Tabú y mito quedará para siempre Rodolfo Walsh entre nuestra sociedad argentina y sus mandarines culturales, por un lado, y los que divagan entre la poesía, el sueño y la justicia con sol.
A Walsh lo han llamado "el anti-Borges". Qué rara coincidencia. Al joven Büchner (apenas con su magistral fragmento Lenz, con su Woyzeck, su Leonce y Lena, su Muerte de Dantón) lo califican el "anti-Jünger" (y a éste, el "Borges alemán"). Büchner era -como Walsh- un agitador. Walsh era, como Büchner, un contrabandista de la literatura. Büchner era un comunista precoz; Walsh, un revolucionario latinoamericano consecuente y sin prisa. Ernst Jünger (el Borges alemán -o Borges, el Jünger argentino) ha sido denominado no sin cierta ternura en un seminario cumbre de Berlín un fascista noble de frialdad proporcionada, donde el calificativo de fascista no fue pensado en peyorativo sino como categoría de pensamiento. Tal vez para evitar confusiones, el sociólogo Oskar Negt se apresuró a corregir aquel título por el de un antidemócrata constitucional. De cualquier manera, Jünger (el Borges alemán) ha construido los fuertes pilares del edificio teórico de la revolución conservadora. Un pionero. ¿Walsh, el anti-Borges? Tal vez una definición excesivamente ampulosa, un poco para asustar al descuidado. O más bien una búsqueda desesperada de congruencia entre los conceptos de moral, estética y política. Walsh es siempre joven, impetuoso. Vuelo y profundidad. En su conversación con el lector pobre de novelas policiales hay genio, tragedia, misterio, ansia. (¿Qué es literatura, acaso?)
Nunca le van a perdonar a Walsh eso: que ha quedado siempre joven. Se les escapa de los moldes y las escuelas. Supo ver y desnudó a toda la sociedad argentina cuando dejó de jugar al ajedrez y se asomó a ver qué pasaba. Así nació Operación Masacre. En esas pocas páginas está toda esa sociedad argentina que no dejó de gobernar nunca. Están los uniformados pero también la justicia, en esos personajes próceres del derecho: Sebastián Soler, Alconada Aramburu, Amílcar Mercader. Que van y vienen y cambian de nombre pero no de rostro y están en todas las épocas, desde 1810.
Operación Masacre es el gran grito de alerta. Nadie como Walsh supo describir a los verdaderos fundadores de la gran masacre que vendría después. El teniente coronel Fernández Suárez no es nada más que la reencarnación del otro teniente coronel Héctor Benigno Várela, fusilador de las peonadas patagónicas, y el predecesor contemporáneo de esas figuras casi inverosímiles en su crueldad y su brutal soberbia: Menéndez, Massera, Camps. El método de Fernández Suárez es el mismo: la bravata, el golpe, la intimidación, la tortura, el robo de las pertenencias, el asesinato. Walsh pone una a una las pruebas sobre la mesa. Los Aramburu, Rojas, Manrique Quaranta recurren a los civiles. Los civiles encuentran siempre la solución. El discurso de Aguirre Lanari -hombre de todas las dictaduras y de nuestras pobres democracias- en La Plata, lo dice todo. El asesino será aplaudido. Walsh no se queja: demuestra. Cuando uno lee Operación Masacre puede entender muy bien el porqué de la reacción de la juventud en los sesenta y setenta. Ahí está la raíz de la violencia. Había que ser muy pequeño, como joven, para no sentir vergüenza. Vendrá el golpismo como profesión, con aquellos protagonistas dignos de sainetes y novelones de principios de siglo, como los Toranzo Montero, Sánchez de Bustamante, López Aufranc. Y después de ellos aparecerá un Aramburu franquista: el triste Onganía con su general Fonseca, aquél de los bastones largos. Todo esto y mucho más. Ése era el ejemplo de democracia que se daba a nuestra juventud. Se sembró violencia. Y sus obispos representativos fueron generales y almirantes de gestos mesurados, respaldados por intelectuales afincados en la aristocracia de la cultura y políticos ansiosos asomados a la puerta de los cuarteles, mientras se apaleaba y se metía picana al vulgo, a los plebeyos. No había más censura para las clases lectoras pero se metía bala en los basurales. Un pueblo, de la mano de la democracia peronista a la nueva década infame de los cincuenta y sesenta; la primera, de trece años; la segunda, de dieciocho. Pero lo que más aflige es la ofensa que el hombre lleva adentro, le basta escribir a Walsh.

Y más adelante: Entonces estamos todos avergonzados. Ahí le está dictando su conciencia, él se limita a teclear. Él tampoco es un héroe de película sino solamente un hombre que se anima; sí, al hablar de otro, Walsh se está describiendo a sí mismo. Y toma contacto con los que van a ser sus personajes: He hablado con sobrevivientes, viudas, huérfanos, conspiradores, asilados, prófugos, delatores presuntos, héroes anónimos. Walsh, como Arlt, no sublimiza a la gente de pueblo. Para Walsh es como es y en tres líneas la retrata al hablarnos de un vecino, don Pedro: Sus ideas son enteramente comunes, las ideas de la gente del pueblo; por lo general acertadas con respecto a las cosas concretas y tangibles, nebulosas o arbitrarias en otros terrenos. Walsh no se hace ilusiones, los toma como son, pero no por eso hay que fusilarlos ni picanearlos. Los describe como Arlt pinta en aguafuerte el fusilamiento de Di Giovanni, cuando ve morir a un hombre, no al más perseguido de la sociedad. No hay adjetivos ni metáforas. Es un hombre que muere. Un hombre más que muere: el protagonista verdadero es toda la sociedad lasciva y soplona que lo fusila.
Operación Masacre es el prólogo de la tragedia que vendrá después. Aramburu y Rojas serán el prólogo de Videla y Massera. Rodolfo Walsh se convertirá de testigo en protagonista. Será asesinado a balazos, como sus personajes de José León Suárez. Nuestra sociedad aplaude frenética a nuestros intelectuales que cumplen ochenta años y nos han ayudado tanto a tener siempre prestos el punto final y la obediencia debida.
Rodolfo Walsh no existe. Es sólo un personaje de ficción. El mejor personaje de la literatura argentina. Apenas un detective de una novela policial para pobres. Que no va a morir nunca.

Sobre política y lenguaje/2

Por George Orwell


Vicios de la escritura. 

En cada oración que escribe, un escritor cuidadoso se hace al menos cuatro preguntas, a saber:
¿Qué intento decir?
¿Qué palabras lo expresan?
¿Qué imagen o modismo lo hace más claro?
Esta imagen ¿es suficientemente nueva para producir efecto?
Y quizá se haga dos más:
¿Puedo ser más breve?
¿Dije algo evitablemente feo?

(Así terminaba la nota anterior, repito esto como una
introducción….)

Pero usted no está obligado a encarar todo este problema. Puede evadirlo dejando la mente abierta y permitiendo que las frases hechas lleguen y se agolpen. Ellas construirán las oraciones por usted, hasta cierto punto, incluso, pensarán sus pensamientos por usted y si es necesario le prestarán el importante servicio de ocultar parcialmente su significado, aun para usted mismo. A estas alturas, la conexión especial entre política y degradación del lenguaje se torna clara.
En nuestra época es una verdad general que los escritos políticos son malos escritos. Cuando no es así, el escritor es algún rebelde que expresa sus opiniones privadas y no la "línea del partido". La ortodoxia, cualquiera que sea su color, parece exigir un estilo imitativo y sin vida. Los dialectos políticos que aparecen en panfletos, artículos editoriales, manifiestos, libros blancos y discursos de los subsecretarios varían, por supuesto, entre un partido y otro, pero todos se asemejan en que casi nunca emplean giros de lenguaje nuevo, vívido, hechos en casa. Cuando un escritorzuelo repite mecánicamente frases trilladas en la tribuna -"bestial", "atrocidades", "talón de hierro", "tiranía sangrienta", "pueblos libres del mundo", "marchar hombro a hombro"- se tiene el extraño sentimiento de no estar viendo a un ser humano vivo sino a una especie de maniquí: un sentimiento que se torna más intenso en los momentos en que la luz ilumina los anteojos del orador y se ven como discos vacíos detrás de los cuales no parece haber ojos. Y esto no es del todo imaginario. Un orador que emplea esa fraseología ha tomado distancia de sí mismo y se ha convertido en una máquina. De su laringe salen los ruidos apropiados, pero su cerebro no está comprometido como lo estaría si eligiese sus palabras por sí mismo. Si el discurso que está haciendo es un discurso que acostumbra hacer una y otra vez, puede ser casi inconsciente de lo que está diciendo, como quien entona letanías en la iglesia. Y este reducido estado de conciencia, aunque no es indispensable, es de todos modos favorable para la conformidad política.
En nuestra época, el lenguaje y los escritos políticos son ante todo una defensa de lo indefendible. Cosas como "la continuación del dominio británico en la India ", "las purgas y deportaciones rusas", "el lanzamiento de las bombas atómicas en Japón", se pueden defender, por cierto, pero sólo con argumentos que son demasiado brutales para la mayoría de las personas, y que son incompatibles con los fines que profesan los partidos políticos. Por tanto, el lenguaje político está plagado de eufemismos, peticiones de principio y vaguedades oscuras. Se bombardean poblados indefensos desde el aire, sus habitantes son arrastrados al campo por la fuerza, se balea al ganado, se arrasan las chozas con balas incendiarias: y a esto se le llama "pacificación". Se despoja a millones de campesinos de sus tierras y se los lanza a los caminos sin nada más de lo que puedan cargar a sus espaldas: y a esto se le llama "traslado de población" o "rectificación de las fronteras". Se encarcela sin juicio a la gente durante años, o se le dispara en la nuca o se la manda a morir de escorbuto en los campamentos madereros del Ártico: y a esto se le llama "eliminación de elementos no dignos de confianza". Dicha fraseología es necesaria cuando se quiere nombrar las cosas sin evocar sus imágenes mentales. Veamos, por ejemplo, a un cómodo profesor inglés que defiende el totalitarismo ruso. No puede decir francamente: "Creo en el asesinato de los opositores cuando se pueden obtener buenos resultados asesinándolos". Por consiguiente, quizá diga algo como esto:

Aunque aceptamos libremente que el régimen soviético exhibe ciertos rasgos que un humanista se inclinaría a deplorar, creo que debemos aceptar que cierto recorte de los derechos de la oposición política es una consecuencia inevitable de los períodos de transición, y que los rigores que el pueblo ruso ha tenido que soportar han sido ampliamente justificados en la esfera de las realizaciones concretas.
El estilo inflado es en sí mismo un tipo de eufemismo. Una masa de palabras latinas cae sobre los hechos como nieve blanda, borra los contornos y sepulta todos los detalles. El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad. Cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados, se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados, como un pulpo que expulsa tinta para ocultarse. En nuestra época no es posible "mantenerse alejado de la política". Todos los problemas son problemas políticos, y la política es una masa de mentiras, evasiones, locura, odio y esquizofrenia. Cuando la atmósfera general es perjudicial, el lenguaje debe padecer. Podría conjeturar -una suposición que no puedo confirmar con mis insuficientes conocimientos- que los lenguajes alemán, ruso e italiano se deterioraron en los últimos diez o quince años como resultado de la dictadura. (G.O. 1946)

Operación masacre




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sábado, 25 de diciembre de 2010

Fragmento de El Evangelio según Jesucristo


- Y en ese instante supo lo que en verdad querían decir aquellas palabras del rey Salomón, las curvas de tus caderas son como joyas, tu ombligo es una copa redondeada llena de vino perfumado, tu vientre es un monte de trigo cercado de lirios, tus dos senos son como dos hijos gemelos de una gacela, pero lo supo aún mejor, y definitivamente, cuando María se acostó a su lado y tomándole las manos, acercándoselas, las pasó lentamente por todo su cuerpo, cabellos y rostro, el cuello, los hombros, los senos, que dulcemente comprimió, el vientre, el ombligo, el pubis, donde se demoró enredando y desenredando los dedos, la redondez de los muslos suaves, y mientras eso hacía, iba diciendo en voz baja, casi en un susurro, Aprende, aprende mi cuerpo.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Amor 77

Por Julio Cortázar

Y después de hacer todo lo que hacen,
se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman,
se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.

El metelíos

Estaban separados el cielo y la tierra, el bien y el mal, el nacimiento y la muerte. El día y la noche no se confundían y la mujer era mujer y el hombre, hombre.
Pero Exû, el bandido errante, se divertía, y se divierte todavía, armando prohibidos revoltijos.
Sus diabluras borran las fronteras y juntan lo que los dioses habían separado. Por su obra y gracia, el sol se vuelve negro y la noche arde, y de los poros de los hombres brotan mujeres y las mujeres transpiran hombres. Quien muere nace, quien nace muere, y en todo lo creado o por crear se mezclan el revés y el derecho, hasta que ya no se sabe quién es el mandante ni quién el mandado, ni dónde está el arriba, ni dónde el abajo.
Más tarde que temprano, el orden divino restablece sus jerarquías y sus geografías, y pone cada cosa en su lugar y a cada cual en lo suyo; pero más temprano que tarde reaparece la locura.
Entonces los dioses lamentan que el mundo sea tan ingobernable.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Una palabra

Por: Carlos Varela

Una palabra no dice nada
y al mismo tiempo lo esconde todo
igual que el viento esconde el agua
como las flores que esconden lodo

Una mirada no dice nada
y al mismo tiempo lo dice todo
como la lluvia sobre tu cara
o el viejo mapa de algun tesoro

Como la lluvia sobre tu cara
o el viejo mapa de algun tesoro

Una verdad no dice nada
y al mismo tiempo lo esconde todo
como una hoguera que no se apaga
como una piedra que nace polvo

Si un dia me faltas no sere nada
y al mismo tiempo lo sere todo
porque en tus ojos estan mis alas
y esta la orilla donde me ahogo

Porque en tus ojos estan mis alas
y esta la orilla donde me ahogo 

viernes, 3 de diciembre de 2010

La canción y el poema


Por Idea Vilarriño/Alfredo Zitarrosa

Hoy que el tiempo ya pasó,
hoy que ya pasó la vida,
hoy que me río si pienso,
hoy que olvidé aquellos días,
no sé por qué me despierto
algunas noches vacías
oyendo una voz que canta
y que, tal vez, es la mía.

Quisiera morir –ahora– de amor,
para que supieras
cómo y cuánto te quería,
quisiera morir, quisiera… de amor,
para que supieras…

Algunas noches de paz,
–si es que las hay todavía–
pasando como sin mí
por esas calles vacías,
entre la sombra acechante
y un triste olor de glicinas,
escucho una voz que canta
y que, tal vez, es la mía.

Quisiera morir –ahora– de amor,
para que supieras
cómo y cuánto te quería;
quisiera morir, quisiera… de amor,
para que supieras…

lunes, 29 de noviembre de 2010

Balada para un loco

Por: Astor Piazzolla/Horacio Ferrer
Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste? Salís de tu casa, por Arenales. Lo de siempre: en la calle y en vos. . . Cuando, de repente, de atrás de un árbol, me aparezco yo. Mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte en el viaje a Venus: medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies, y una banderita de taxi libre levantada en cada mano. ¡Te reís!... Pero sólo vos me ves: porque los maniquíes me guiñan; los semáforos me dan tres luces celestes, y las naranjas del frutero de la esquina me tiran azahares. ¡Vení!, que así, medio bailando y medio volando, me saco el melón para saludarte, te regalo una banderita, y te digo...


Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao...
No ves que va la luna rodando por Callao;
que un corso de astronautas y niños, con un vals,
me baila alrededor... ¡Bailá! ¡Vení! ¡Volá!

Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao...
Yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión;
y a vos te vi tan triste... ¡Vení! ¡Volá! ¡Sentí!...
el loco berretín que tengo para vos:

¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!
Cuando anochezca en tu porteña soledad,
por la ribera de tu sábana vendré
con un poema y un trombón
a desvelarte el corazón.

¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!
Como un acróbata demente saltaré,
sobre el abismo de tu escote hasta sentir
que enloquecí tu corazón de libertad...
¡Ya vas a ver!


Salgamos a volar, querida mía;
subite a mi ilusión super-sport,
y vamos a correr por las cornisas
¡con una golondrina en el motor!

De Vieytes nos aplauden: "¡Viva! ¡Viva!",
los locos que inventaron el Amor;
y un ángel y un soldado y una niña
nos dan un valsecito bailador.

Nos sale a saludar la gente linda...
Y loco, pero tuyo, ¡qué sé yo!:
provoco campanarios con la risa,
y al fin, te miro, y canto a media voz:


Quereme así, piantao, piantao, piantao...
Trepate a esta ternura de locos que hay en mí,
ponete esta peluca de alondras, ¡y volá!
¡Volá conmigo ya! ¡Vení, volá, vení!

Quereme así, piantao, piantao, piantao...
Abrite los amores que vamos a intentar
la mágica locura total de revivir...
¡Vení, volá, vení! ¡Trai-lai-la-larará!

¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
Loca ella y loco yo...
¡Locos! ¡Locos! ¡Locos!
¡Loca ella y loco yo

Toco y me voy

Por Bersuit Vergarabat

Te la toco de primera
Vos si querés la agarrás
Cada jugada que sueño se hace realidad
O pareciera... algo casual.
Aunque pongas la barrera
Yo te la mando a guardar
Toda la vida es un baile y te pueden bailar
Aunque no quieras, lo verás
En una cancha o en un bar...
Dando la vuelta manija me doy
Subiendo al latido de esta vibración,
Caño, taquito, chilena y tablón
El fuego sagrado de mi corazón ...

TOCO Y ME VOY
LA CAMISETA ES COMO UN DIOS
TOCO Y ME VOY
NO IMPORTA CUÁL SEA EL COLOR...

Y si me pintan la cara
Hoy no me voy a achicar
Cuando me muerda la pena no voy a llorar
Ha terminado el festival...
En un picado cualquiera
Mi alma se echa a rodar,
Este es el juego que siento y no pienso parar
Yo pongo el cuerpo hasta el final
En una cancha o en un bar...
Dando la vuelta manija me doy
Subiendo al latido de esta vibración,
Caño, taquito, chilena y tablón
El fuego sagrado de mi corazón ...

TOCO Y ME VOY
LA CAMISETA ES COMO UN DIOS
TOCO Y ME VOY
NO IMPORTA CUÁL SEA EL COLOR
Del cuadro que sigas toda tu vida
TOCO Y ME VOY
LA CAMISETA ES COMO UN DIOS
TOCO Y ME VOY
NO IMPORTA CUÁL SEA EL COLOR
Banderas al viento en la bienvenida
TOCO Y ME VOY
LA CAMISETA ES COMO UN DIOS
Del cuadro que sigas toda tu vida
TOCO Y ME VOY
NO IMPORTA CUÁL SEA EL COLOR...

Menos tu vientre

Por Miguel Hernández

Menos tu vientre,
todo es confuso.
Menos tu vientre,
todo es futuro
fugaz, pasado
baldío, turbio.
Menos tu vientre,
todo es oculto.
Menos tu vientre,
todo inseguro,
todo postrero,
polvo sin mundo.
Menos tu vientre,
todo es oscuro.
Menos tu vientre
claro y profundo

martes, 23 de noviembre de 2010

Yo envidio el viento

Por Lila Downs

Yo envidio el viento,
que susurra en tu oído,
que llama en invierno,
congela tus dedos,
que se mueve en tu cabello,
que parte tus labios,
que congela hasta tus huesos.

Yo envidio el viento,
yo envidio la lluvia,
que cae en tu cara,
que moja tus pestañas,
humedece tu piel,
que toca tu lengua,
tu camisa remoja,
gotea en tu espalda.

Yo envidio la lluvia.

Yo envidio el sol,
que ilumina tu verano,
que calienta tu cuerpo,
que mantiene tu calor,
tu dia hace fuerte,
te da calor,
te hace sudar.

Yo envidio el sol,
yo envidio el sol,
yo envidio el viento,
yo envidio la lluvia,
yo envidio el sol.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Himno de Mi Corazón

Por Miguel Abuelo
 
Sobre la palma de mi lengua
Vive el himno de mi corazón
Siento la alianza mas perfecta
Que injusticia a media vos.

La vida es un libro útil
Para aquel que puede comprender
Tengo confianza en la balanza
Que inclina mi parecer.

Nadie quiere dormirse aquí
Algo puedo hacer
Tras haber cruzado la mar
Te seduciré
Por felicidad yo canto

Nada me abruma ni me impide
En este día que te quiera amor
Naturalmente mi presente busca
Flores es de a dos.

Nada hay que nada prohiba
Ya te veo andar en libertad
Que no se rasgue como seda
El clima de tu corazón

Nadie quiere dormirse aquí
Algo debo hacer
Tras haber cruzado la mar
Te seduciré
Solo por amor lo canto

viernes, 12 de noviembre de 2010

Sea

Por Jorge Drexler

Ya estoy en la mitad de esta carretera
tantas encrucijadas quedan detrás.
Ya está en el aire girando mi moneda
y que sea lo que sea.

Todos los altibajos de la marea,
todos los sarampiones que ya pasé.
Yo llevo tu sonrisa como bandera
y que sea lo que sea.

Lo que tenga que ser, que sea.
Y lo que no por algo será.
No creo en la eternidad de las peleas,
ni en las recetas de la felicidad.  Letra de Sea - Jorge Drexler - Sitio de letras.com

Cuando pasen recibo mis primaveras,
y la suerte este echada a descansar,
yo miraré tu foto en mi billetera,
y que sea lo que sea.

Y el que quiera creer que crea,
y el que no, su razón tendrá.
Yo suelto mi canción en la ventolera,
y que la escuche quien la quiera escuchar.

Ya esta en el aire girando mi moneda
y que sea lo que sea.

Piedra y camino

Por Atahualpa Yupanqui

 Del cerro vengo bajando,
Camino y piedra,
Traigo enredada en el alma, viday
Una tristeza...

Me acusas de no quererte.
No digas eso...
Tal vez no comprendas nunca, viday
Porque me alejo...

Es mi destino
Piedra y camino...
De un sueño lejano y bello, viday
Soy peregrino...

Por mas que la dicha busco,
Vivo penando...
Y cuando debo quedarme, viday
Me voy andando...

A veces soy como el rio:
Llego cantando...
Y sin que nadie lo sepa, viday
Me voy llorando...

Es mi destino,
Piedra y camino...
De un sueño lejano y bello, viday
Soy peregrino...

martes, 9 de noviembre de 2010

Basta de llamarme así

Por Los Fabulosos Cadillacs

Para S.V

Basta, basta de llamarme así
ya voy a ir, voy a subir
cuando me toque a mi..
mientras te canto esta canción
en tu voz, en tu honor, en la voz
a los que esten durmiendo aqui.

Y juro, que la cara voy a dar
cada vez, cada vez que alguien te nombre
aqui o allá.

Basta, basta de llamarme así
ya voy a ir, voy subir
cuando me toque a mi
mientras te canto esta canción,
en tu voz, en tu honor, en la voz
a lo que esten durmiendo allí
y juro, que la cara voy a dar
cada vez, cada vez que alguien te nombre
aqui o alla.

jueves, 28 de octubre de 2010

Fiesta del vino de la costa




Séptima edición


Por Guillermo Anderson

"Para nosotros, los de las islas, es el vino de la memoria y cuando uno siente ese golpecito amargo en el paladar se enciende por dentro y se torna memoria y río, barco vagabundo y mundo errante, es decir, con más sustancia de hombre, de manera que vaya vino!"  Haroldo Conti

Se celebró en Berisso la fiesta del vino de la costa, tal como sucede desde el 2004.Para esta ocasión se dieron cita en el Gimnasio Municipal 30 mil personas que disfrutaron de la degustación de comidas, vinos y licores artesanales.
La Subsecretaria de Producción de Berisso Adriana González en cuanto a la fiesta afirmó que: “se enriqueció mucho  año a año, es atractiva y tiene un impacto regional”
Una serie de números artísticos de música y danza se ofrecieron  a los que asistieron pese a las inclemencias del tiempo, diversos espectáculos culturales se dieron en simultáneo en escenarios dispuestos en el predio.
En el sector del gimnasio se desplegaron una serie de stands con diversos productores, artesanos e instituciones principalmente regionales, aunque se sumaron de otros puntos del país.
Alrededor del lugar se desplegaron carpas con un patio de comidas donde cada una de las colectividades ofrecía sus platos y bebidas características de cada país.
A su vez en el pabellón cultural con distintos stands: teatro comunitario, escritores locales, una muestra fotográfica y la productora audiovisual Riocine que estrenaba para esta oportunidad el documental Viñateros del rio, enfocado en la elaboración el vino costeño.
En el transcurso del evento se podía realizar excursiones y visitas guiadas tanto a la tradicional calle Nueva York, viajes a través del Rio Santiago y viñedos aledaños.

Vinos selectos

Mientras se desarrollaban las distintas actividades, en el Quincho municipal un jurado de catadores, hacia la prueba para su posterior premiación, evaluando la calidad del vino blanco y tinto en las categorías de Vino de la Costa (variedad de uva Isabella) y vino casero (diversas variedades).
El presidente del jurado Héctor Becerra (Etnólogo) comentó que este certamen se realiza hace seis años y en cuanto al salto cualitativo de los productos destacó:”Que se va ganando en cuanto a calidad y se está mejorando la producción”
Las autoridades locales y miembros del jurado entregaron premios a los ganadores, con el objetivo de incentivar a los productores cada año.

De la costa

Los encargados de organizar el evento es la Subsecretaria de producción de la Municipalidad de Berisso, La Cooperativa de La Costa y la Facultad de Ciencias Agrarias y forestales de la Universidad Nacional de La Plata.
La Cooperativa de La Costa está conformada por 22 productores vitivinícolas y siete elaboradores, su presidente  Andrés Aguiar sobre la importancia del acontecimiento subrayó:“En gran parte el motor generador de todos los proyectos es la fiesta del vino porque los productores pueden exhibir y mostrar lo que hacen”.



martes, 19 de octubre de 2010

Caminos de alta fiesta

¿Adán y Eva eran negros?
En África empezó el viaje humano en el mundo. Desde allí emprendieron nuestros abuelos la conquista del planeta. Los diversos caminos fundaron los diversos destinos, y el sol se ocupó del reparto de los colores.
Ahora las mujeres y los hombres, arcoiris de la tierra, tenemos más colores que el arcoiris del cielo; pero somos todos africanos emigrados. Hasta los blancos blanquísimos vienen del África.
Quizá nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo produce amnesia, o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos remotos el mundo entero era nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y nuestras piernas eran el único pasaporte exigido.

Durazno sangrando




Por Luis Alberto Spinetta

Temprano el durazno del árbol cayó
Su piel era rosa dorada del sol
Y al verse en la suerte de todo frutal
A la orilla de un río su fe lo hizo llegar
Dicen que en este valle
Los duraznos son de los duendes

Pasó cierto tiempo en el mismo lugar
Hasta que un buen día se puso a escuchar
Una melodía muy triste del sur
Que así le lloraba desde su interior:

"Quién canta es tu carozo
Pues tu cuerpo al fin tiene un alma

Y si tu ser estalla
Será tu corazón el que sangre

Y la canción que escuchas
Tu cuerpo abrirá con el alba"

La brisa de enero a la orilla llegó
La noche del tiempo sus horas cumplió
Y al llegar el alba el carozo cantó
Partiendo al durazno que al río cayó
Y el durazno partido
Ya sangrando está bajo el agua

Zamba y acuarela

Por Raly Barrionuevo

Con tu pollera que vuela
Bailo esta zamba sin prisa
Tus movimientos me llevan
Como un cometa en la brisa
Tus movimientos me llevan
Como un cometa en la brisa

Ya me estoy acomodando
En este instante del tiempo
Tus pies dan vueltas y vueltas
Tus labios los besa el viento
Tus pies dan vueltas y vueltas
Tus labios los besa el viento

Esta zamba hecha miel
Se hace una hogera en la distancia
Quiero hacerte el amor en las mañanas de santiago
Pintar con tu acuarela mis ocasos

Quiero hacerte el amor en las mañanas de Santiago
Amanecerme samba entre tus brazos.

Y no resiste acercarme
Hacia tu cuerpo que huele
A una florcita del pago
Que entre los montes florece
A una florcita del pago
Que entre los montes florece

Sigue girando la zamba
Sigo asentado en tu pecho
Te enriedo con mi pañuelo
Me enriedas con tu silencio
Te enriedo con mi pañuelo
Me enriedas con tu silencio

Esta zamba hecha miel
Se hace una hogera en la distancia
Quiero hacerte el amor en las mañanas de Santiago
Pintar con tu acuarela mis ocasos
Quiero hacerte el amor en las mañanas de Santiago
Amanecerme samba entre tus brazos

viernes, 8 de octubre de 2010

Yo tuve un hermano

Por Julio Cortázar

Yo tuve un hermano
No nos vimos nunca
pero no importaba.

Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.

Lo quise a mi modo,
le tomé su voz
libre como el agua.
Caminé de a ratos
cerca de la sombra.

No nos vimos nunca
pero no importaba
mi hermano despierto
mientras yo dormia.

Mi hermano mostrándome
detrás de la noche
su estrella elegida.

Reunión

Por Julio Cortázar


Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida.
Ernesto «Che Guevara», en La sierra y el llano, La Habana, 1961.


Nada podía andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco, consolándonos cuando podíamos con el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no se llamaba Luis, pero habíamos jurado no acordamos de nuestros nombres hasta que llegara el día) había tenido la buena idea de meterlo en una caja de lata que abríamos con más cuidado que si estuviera llena de escorpiones. Pero qué tabaco ni tra-gos de ron en esa condenada lancha, bamboleándose cinco días como una tortuga borracha, haciéndole frente a un norte que la cacheteaba sin lástima, y ola va y ola viene, los baldes despellejándonos las manos, yo con un asma del demonio y medio mundo enfermo, doblándose para vomitar con si fueran a partirse por la mitad. Hasta Luis, la segunda noche, una bilis verde que le sacó a las ganas de reírse, entre eso y el norte que no nos dejaba ver el faro de Cabo Cruz, un desastre que nadie se había imaginado; y llamarle a eso una expedición de desembarco era como para seguir vomitando pero de pura tristeza. En fin, cualquier cosa con tal de dejar atrás la lancha, cualquier cosa aunque fuera lo que nos esperaba en tierra -pero sabíamos que nos estaba esperando y por eso no importaba tanto-, el tiempo que se compone justamente en el peor momento y zas la avioneta de reconocimiento, nada que hacerle, a vadear la ciénaga o lo que fuera con el agua hasta las costillas buscando el abrigo de los sucios pastizales de los mangles yo como un idiota con mi pulverizador de adrenalina para poder seguir adelante, con Roberto que me llevaba el Springfield para ayudarme a vadear mejor la ciénaga (si era una ciénaga, porque a muchos ya se nos había ocurrido que a lo mejor habíamos errado el rumbo y que en vez de tierra firme habíamos hecho la estupidez de largarnos en algún cayo fangoso dentro del mar, a veinte millas de la isla...); y todo así, mal pensado y peor dicho, en una continua confusión de actos y nociones, una mezcla de alegría inexplicable y de rabia contra la maldita vida que nos estaban dando los aviones y lo que nos esperaba del lado de la carretera si llegábamos alguna vez, si estábamos en una ciénaga de la costa y no dando vueltas como alelados en un circo de barro y de total fracaso para diversión del babuino en su Palacio.
Ya nadie se acuerda cuánto duró, el tiempo lo medíamos por los claros entre los pastizales, los tramos donde podían ametrallarnos en picada, el alarido que escuché a mi izquierda, lejos, y creo fue de Roque (a él le puedo dar su nombre, a su pobre esqueleto entre las lianas y los sapos), porque de los planes ya no quedaban más que la meta final, llegar a la Sierra y reunirnos con Luis si también él conseguía llegar; el resto se había hecho trizas con el norte, el desembarco improvisado, los pantanos. Pero searnos justos: algo se cum-plía sincronizadamente, el ataque de los aviones enemigos. Había sido previsto y provocado; no falló. Y por eso, aunque todavía me doliera en la cara el aullido de Roque, mi maligna manera de entender el mundo me ayudaba a reírme por lo bajo (y me ahogaba todavía más, y Roberto me llevaba el Springfield para que yo pudiese inhalar adrenalina con la nariz casi al borde del agua tragando más barro que otra cosa), porque si los aviones estaban ahí entonces no podía ser que hubiéramos equivocado la playa, o lo sumo nos habíamos desviado algunas millas, pero la carretera estaría detrás de los pastizales, y después el llano abierto y en el norte las primeras colinas. Tenía su gracia que el enemigo nos estuviera certificando desde el aire la bondad del desembarco.
Duró vaya a saber cuánto, y después fue de noche y éramos seis debajo de unos flacos árboles, por primera vez en terreno casi seco, mascando tabaco húmedo y unas pobres galletas. De Luis, de Pablo, de Lucas, ninguna noticia; desperdigados, probablemente muertos, en todo caso tan perdidos y mojados como nosotros. Pero me gustaba sentir cómo con el fin de esa jornada de batracio se me empezaban a ordenar las ideas, y cómo la muerte, más probable que nunca, no sería ya un balazo al azar en plena ciénaga, sino una operación dialéctica en seco, perfectamente orquestada por las partes en juego. El ejército debía controlar la carretera, cercando los pantanos ala espera de que apareciéramos de a dos o de a tres, liquidados por el barro y las alimañas y el hambre. Ahora todo se veía clarísimo, tenía otra vez los puntos cardinales en el bolsillo me hacía reír sentirme tan vivo y tan despierto al borde del epílogo. Nada podía resultarme más gracioso que hacer rabiar a Roberto recitándole al oído unos versos del Viejo Paricho que le parecían abominables. “Si por lo menos nos pudiéramos sacar el barro”, se quejaba el Teniente. “O fumar de verdad” (alguien, más a la izquierda, ya no sé quién, alguien que se perdió al alba). Organización de la agonía: centinelas, dormir por turnos, mascar tabaco, chupar galletas infladas como esponjas. Nadie mencionaba a Luis, el temor de que lo hubieran matado era el único enemigo real, porque su confirmación nos anularía mucho más que el acoso, la falta de armas o las llagas en los pies. Sé que dormi, un rato mientras Roberto velaba, pero antes estuve pensando que todo lo que habíamos hecho en esos días era demasiado insensato para admitirse así de golpe la posibilidad de que hubieran matado a Luis. De alguna manera la insensatez tendría que continuar hasta el final, que quizá fuera la victoria, y en ese juego absurdo donde se había llegado hasta el escándalo de prevenir al enemigo que desembarcaríamos, no entraba la posibilidad de perder a Luis.
Creo que también pensé que si triunfábamos, que si conseguíamos reunimos otra vez con Luis, sólo entonces empezaría el juego en serio, el rescate de tanto romanticismo necesario y desenfrenado y peligroso. Antes de dormirme tuve como una visión: Luis junto a un árbol, rodeado por todos nosotros, se llevaba lentamente la mano a la cara y se la quitaba como si fuese una máscara. Con la cara en la mano se acercaba a su hermano Pablo, a mí, al Teniente, a Roque, pidiéndonos con un gesto que la aceptáramos, que nos la pusiéramos. Pero todos se iban negando uno a uno, y yo también me negué, sonriendo hasta las lágrimas, y entonces Luis volvió a ponerse la cara y le vi un cansancio infinito mientras se encogía de hombros y sacaba un cigarro del bolsillo de la guayabera. Profesionalmente hablando, una alucinación de la duerme vela y la fiebre, fácilmente interpretable. Pero si realmente habían matado a Luis durante el desembarco, ¿quién subiría ahora a la Sierra con su cara? Todos trataríamos de subir pero nadie con la cara de Luis, nadie que pudiera o quisiera asumir la cara de Luis. “Los diadocos”, pensé ya entredormido. “Pero todo se fue al diablo con los diadocos, es sabido”.
Aunque esto que cuento pasó hace rato, quedan pedazos y momentos tan recortados en la memoria que sólo se pueden decir en presente, como estar tirado otra vez boca arri-ba en el pastizal, junto al árbol que nos protege del cielo abierto. Es la tercera noche, pero al amanecer de ese día franquearnos la carretera a pesar de los jeep y la metralla. Ahora hay que esperar otro amanecer porque nos han matado al baqueano y seguimos perdidos, habrá que dar con algún paisano que nos lleve a donde se pueda comprar algo de comer, y cuando digo comprar casi me da risa y me ahogo de nuevo, pero en eso como en lo demás a nadie se le ocurriría desobedecer a Luis, y la comida hay que pagarla y explicarle antes a la gente quiénes somos y por qué andamos en lo que andamos. La cara de Roberto en la choza abandonada de la loma, dejando cinco pesos debajo de un plato a cambio de la poca cosa que encontramos y que sabía a cielo, acomida en el Ritz si es que ahí se come bien. Tengo tanta fiebre que se me va pasando el asma, no hay mal que por bien no venga, pero pienso de nuevo en la cara de Roberto dejando los cinco pesos en la choza vacía, y me da un tal ataque de risa que vuelvo a ahogarme y me maldigo. Habría que dormir, Tinti monta la guardia, los muchachos descansan unos contra otros yo me he ido un poco más lejos porque tengo la impresión de que los fastidio con la tos y los silbidos del pecho, y además hago una cosa que no debería hacer, y es que dos o tres veces en la noche fabrico una pantalla de hojas y meto la cara por debajo y enciendo despacito el cigarro para reconciliarme un poco con la vida.
En el fondo lo único bueno del día ha sido no tener noticias de Luis, el resto es un desastre, de los ochenta nos han matado por lo menos a cincuenta o sesenta; Javier cayó entre los primeros, el Peruano perdió un ojo y agonizó tres horas sin que yo pudiera hacer nada, ni siquiera rematarlo cuando los otros no miraban. Todo el día temimos que algún enlace (hubo tres con un riesgo increíble, en las mismas narices del ejército) nos trajera la noticia de la muerte de Luis. Al final es mejor no saber nada, imaginarlo vivo, poder esperar todavía. Fríamente peso las posibilidades y concluyo que lo han matado, todos sabemos cómo es, de qué manera el gran condenado es capaz de salir al descubierto con una pistola en la mano, y el que venga atrás que arree. No, pero López lo habrá cuidado, no hay como él para engañarlo a veces, casi como a un chico, convencerlo de que tiene que hacer lo contrario de lo que le da la gana en ese momento. Pero y si López...
Inútil quemarse la sangre, no hay elementos para la menor hipótesis, y además es rara esta calma, este bienestar boca arriba como si todo estuviera bien así, como si todo se estuviera cumpliendo (casi pensé: “consumando”, hubiera sido idiota) de conformidad con los planes. Será la fiebre o el cansancio, será que nos van a liquidar a todos como a sapos antes de que salga el sol. Pero ahora vale la pena aprovechar de este respiro absurdo, dejarse ir mirando el dibujo que hacen las ramas de árbol contra el cielo más claro, con algunas estrellas, siguiendo con ojos entornados ese dibujo casual de las ramas y las hojas, esos ritmos que se encuentran, se cabalgan y se separan, y a veces cambian suavemente cuando una bocanada de aire hirviendo pasa por encima de las copas, viniendo de las ciénagas. Pienso en mi hijo pero está lejos, a miles de kilómetros, en un país donde todavía se duerme en la cama, y su imagen me parece irreal, se me adelgaza y pierde entre las hojas del árbol, y en cambio me hace tanto bien recordar un tema de Mozart que me ha acompañado desde siempre, el movimiento inicial del cuarteto La caza, la evocación del alalí en la mansa voz de los violines, esa transposición de una ceremonia salvaje a un claro goce pensativo. Lo pienso, lo repito, lo canturreo en la memoria, y siento al mismo tiempo cómo la melodía y el dibujo de la copa del árbol contra el cielo se van acercando, traban amistad, se tantean una y otra vez hasta que el dibujo se ordena de pronto en la presencia visible de la melodía, un ritmo que sale de una rama baja, casi a la altura de mi cabeza, remonta hasta cierta altura y se abre como un abanico de tallos, mientras el segundo violín es esa rama más delgada que se yuxtapone para confundir sus hojas en un punto situado a la derecha, hacia el final de la frase, y dejarla terminar para que el ojo descienda por el tronco y pueda, si quiere, repetir la melodía. Y todo eso es también nuestra rebelión, es lo que estamos haciendo aunque Mozart y el árbol no puedan saberlo, también nosotras a nuestra manera hemos querido trasponer una torpe guerra a un orden que le dé sentido, la justifique y en último término la lleve a tina victoria que sea como la restitución de una melodía después de tantos años de roncos cuernos de caza, que sea ese allegro final que sucede al adagio como un encuentro con la luz. Lo que se divertiría Luis si supiera que en este momento lo estoy comparando con Mozart, viéndolo ordenar poco a poco esta insensatez, alzarla hasta su razón primordial que aniquila con su evidencia y su desmesura todas las prudentes razones temporales. Pero qué amarga, qué desesperada tarea la de ser un músico de hombres, por encima del barro y la metralla y el desaliento urdir ese canto que creíamos imposible, el canto que trabará amistad con la copa de los árboles, con la tierra devuelta a sus hijos. Sí, es la fiebre. Y cómo se reiría Luis aunque también a él le guste Mozart, me consta.
Y así al final me quedaré dormido, pero antes alcanzaré a preguntarme si algún día sabremos pasar del movimiento donde todavía suena el halalí del cazador, a la conquistada plenitud del adagio y de ahí al allegro final que me canturreo con un hilo de voz, si seremos capaces de alcanzar la reconciliación con todo lo que haya quedado vivo frente a nosotros. Tendríamos que ser como Luis, no ya seguirlo sino ser como él, dejar atrás inapelablemente el odio y la venganza, mirar al enemigo como lo mira Luis, con una implacable magnanimidad que tantas veces ha suscitado en mi memoria (pero esto, ¿cómo decírselo a nadie?) una imagen de pantocrátor, un juez que empieza por ser el acusado y el testigo y que no juzga, que simplemente separa las tierras de las aguas para que al fin, alguna vez, nazca una patria de hombres en un amanecer tembloroso, a orillas de un tiempo más limpio.
Pero otra que adagio, si con la primera luz se nos vinieron encima por todas partes, y hubo que renunciar a seguir hacia el noreste y meterse en una zona mal conocida, gastando las últimas municiones mientras el Teniente con un compañero se hacía fuerte en una loma y desde ahí les paraba un rato las patas, dándonos tiempo a Roberto y a mí para llevarnos a Tinti herido en un muslo y buscar otra altura más protegida donde resistir hasta la noche. De noche ellos no atacaban nunca, aunque tuvieran bengalas y equipos eléctricos, les entraba como un pavor de sentirse menos protegidos por el número y el derroche de armas; pero para la noche faltaba casi todo el día, y éramos apenas cinco contra esos muchachos tan valientes que nos hostigaban para quedar bien con el babuino, sin contar los aviones que a cada rato picaban en los claros del monte y estropeaban cantidad de palmas con sus ráfagas.
A la media hora el Teniente cesó el fuego y pudo reunirse con nosotros, que apenas adelantábamos camino. Como nadie pensaba en abandonar a Tinti, porque conocíamos de sobra el destino de los prisioneros, pensamos que ahí, en esa ladera y en esos matorrales íbamos a quemar los últimos cartuchos. Fue divertido descubrir que los regulares atacaban en cambio una loma bastante más al este, engañados por un error de la aviación, y ahí nomás nos largamos cerro arriba por un sendero infernal, hasta llegar en dos horas a una loma casi pelada donde un compañero tuvo el ojo de descubrir una cueva tapada por las hierbas, y nos plantamos resollando después de calcular una posible retirada directamente hacia el norte, de peñasco en peñasco, peligrosa, pero hacia el norte, hacia la Sierra donde a lo mejor ya habría llegado Luis.
Mientras yo curaba a Tinti desmayado, el Teniente me dijo que poco antes del ataque de los regulares al amanecer había oído un fuego de armas automáticas y de pistolas hacia el poniente. Podía ser Pablo con sus muchachos, o a lo mejor el mismo Luis. Teníamos la razonable convicción de que los sobrevivientes estábamos divididos en tres grupos, y quizá el de Pablo no anduviera tan lejos. El Teniente me preguntó si no valdría la pena intentar un enlace al caer la noche.
—Si vos me preguntás eso es porque te estás ofreciendo para ir —le dije. Habíamos acostado a Tinti en una cama de hierbas secas, en la parte más fresca de la cueva, y fumábamos descansando. Los otros dos compañeros montaban guardia afuera.
—Te figuras —dijo el Teniente, mirándome divertido—. A mí estos paseos me encantan, chico.
Así seguimos un rato, cambiando bromas con Tinti que empezaba a delirar, y cuando el Teniente estaba por irse entró Roberto con un serrano y un cuarto de chivito asado. No lo podíamos creer, comimos como quien se come a un fantasma, hasta Tinti mordisqueó un pedazo que se le fue a las dos horas junto con la vida. El serrano nos traía la noticia de la muerte de Luis; no dejamos de comer por eso, pero era mucha sal para tan poca carne, él no lo había visto aunque su hijo mayor, que también se nos había pegado con una vieja escopeta de caza, formaba parte del grupo que había ayudado a Luis y a cinco compañeros a vadear un río bajo la metralla, y estaba seguro de que Luis había sido herido casi al salir del agua y antes de que pudiera ganar las primeras matas. Los serranos habían trepado al monte que conocían congo nadie, y con ellos dos hombres del grupo de Luis, que llegarían por la noche con las armas sobrantes y un poco de parque.
El Teniente encendió otro cigarro y salió a organizar el campamento y a conocer mejor a los nuevos; yo me quedé al lado de Tinti que se derrumbaba lentamente, casi sin dolor. Es decir que Luis había muerto, que el chivito estaba para chuparse los dedos, que esa noche seríamos nueve o diez hombres y que tendríamos municiones para seguir peleando. Vaya novedades. Era como tina especie de locura fría que por un lado reforzaba al presente con hombres y alimentos, pero todo eso para borrar de un manotazo el futuro, la razón de esa insensatez que acababa de culminar con una noticia y un gusto a chivito asado. En la oscuridad de la cueva, haciendo durar largo mi cigarro, sentí que en ese momento no podía permitirme el lujo de aceptar la muerte de Luis, que solamente podía manejarla como un dato más dentro del plan de campaña, porque si también Pablo había muerto el jefe era yo por voluntad de Luis, y eso lo sabían el Teniente y todos los compañeros, y no se podía hacer otra cosa que tomar el mando y llegar a la Sierra y seguir adelante como si no hubiera pasado nada. Creo que cerré los ojos, y el recuerdo de mi visión fue otra vez la visión misma, y por un segundo me pareció que Luis se separaba de su cara y me la tendía, y yo defendí mi cara con las dos manos diciendo: “No, no, por favor no, Luis”, y cuando abrí los ojos el Teniente estaba de vuelta mirando a Tinti que respiraba resollando, y le oí decir que acababan de agregársenos dos muchachos del monte, una buena noticia tras otra, parque y boniatos fritos, un botiquín, los regulares perdidos en las colinas del este, un manantial estupendo a cincuenta metros. Pero no me miraba en los ojos, mascaba el cigarro y parecía esperar que yo dijera algo, que fuera yo el primero en volver a mencionar a Luis.
Después hay como un hueco confuso, la sangre se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para enterrarlo, yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor frío, y curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de antes de esa cesura en mi vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a miles de kilómetros, a Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando la diferencia de hora imaginé que en ese momento, miércoles, estaría llegando a su consultorio, colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al correo. No era una alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos vivido tan cerca uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las mujeres y los libros, encontrándonos diariamente en el hospital; cada uno de sus gestos me era tan familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos sino que abarcan todo mi mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre, abarcaban mi periódico con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los médicos de guardia, mis lecturas y mis películas y mis ideales. Me pregunté qué estaría pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue como si viera dibujarse la respuesta en su cara (pero entonces era la fiebre, habría que tomar quinina), una cara pagada de sí misma, empastada por la buena vida y las buenas ediciones y la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta que abriera la boca para decirme yo pienso que tu revolución no es más que... No era en absoluto necesario, tenía que ser así, esas gentes no podían aceptar una mutación que ponía en descubierto las verdaderas razones de su misericordia fácil y a horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su bonhomía entre iguales, de su antirracismo ele salón pero cómo la nena se va a casar con ese mulato, che, de su catolicismo con dividendo anual y efemérides en las plazas embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejemplares numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres genuflexos, de su estúpida agonía inevitable a corto o largo plazo (quinina, quinina, y de nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima imaginarlo defendiendo como un idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar con él o en el mejor de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal a la propiedad y a la riqueza ilimitadas, él que no tenía más que su consultorio y una casa bien puesta, defendiendo los principios de la Iglesia cuando el catolicismo burgués de su mujer no había servido más que para obligarlo a buscar consuelo en las amantes, defendiendo una supuesta libertad individual cuando la policía cerraba las universidades y censuraba las publicaciones, y defendiendo por miedo, por el horror al cambio, por el escepticismo y la desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre país perdido. Y en eso estaba cuando entró el Teniente a la carrera y me gritó que Luis vivía, que acababan de cerrar un enlace con el norte, que Luis estaba más vivo que la madre de la chingada, que había llegado a lo alto de la Sierra con cincuenta guajiros y todas las armas que les habían sacado a un batallón de regulares copado en una hondonada, y nos abrazamos como idiotas y dijimos esas cosas que después, por largo rato, dan rabia y vergüenza y perfume, porque eso y comer chivito asado y echar para adelante era lo único que tenía sentido, lo único que contaba y crecía mientras no nos animábamos a mirarnos en los ojos y encendíamos cigarros con el mismo tizón, con los ojos clavados atentamente en el tizón y secándonos las lágrimas que el humo nos arrancaba de acuerdo con sus conocidas propiedades lacrimógenas.
Ya no hay mucho que contar, al amanecer uno de nuestros serranos llevó al Teniente y a Roberto hasta donde estaban Pablo y tres compañeros, y el Teniente subió a Pablo en brazos porque tenía los pies destrozados por las ciénagas. Ya éramos veinte, me acuerdo de Pablo abrazándome con su manera rápida y expeditiva, y diciéndome sin sacarse el cigarrillo de la boca: “Si Luis está vivo, todavía podemos vencer”, y yo vendándole los pies que era una belleza, y los muchachos tomándole el pelo porque parecía que estrenaba zapatos blancos y diciéndole que su hermano lo iba a regañar por ese lujo intempestivo. “Que me regañe”, bromeaba Pablo fumando como un loco, “para regañar a alguien hay que estar vivo, compañero, y ya oíste que está vivo, vivito, está más vivo que un caimán, y vamos arriba ya mismo, mira que me has puesto vendas, vaya lujo...” Pero no podía durar, con el sol vino el plomo de arriba y abajo, ahí me tocó un balazo en la oreja que si acierta dos centímetros más cerca, vos, hijo, que a lo mejor hacés todo esto, te quedás sin saber en las que anduvo tu viejo. Con la sangre y el dolor y el susto las cosas se me pusieron estereoscópicas, cada imagen seca y en relieve, con unos colores que debían ser mis ganas de vivir y además no me pasaba nada, un pañuelo bien atado ya seguir subiendo; pero atrás se quedaron dos serranos, y el segundo de Pablo con la cara hecha un embudo por una bala cuarenta y cinco. En esos momentos hay tonterías que se fijan para siempre; me acuerdo de un gordo, creo que también del grupo de Pablo, que en lo peor de la pelea quería refugiarse detrás de una caña, se ponía de perfil, se arrodillaba detrás de la caña, y sobre todo me acuerdo de ése que se puso a gritar que había que rendirse, y de la voz que le contestó entre dos ráfagas de Thompson, la voz del Teniente, un bramido por encima de los tiros, un: “¡Aquí no se rinde nadie, carajo!”, hasta que el más chico de los serranos, tan callado y tímido hasta entonces me avisó que había una senda a cien metros de ahí, torciendo hacia arriba y a la izquierda, y yo se lo grité al Teniente y me puse a hacer punta con los serranos siguiéndome y tirando como demonios, en pleno bautismo de fuego y saboreándolo que era un gusto verlos, y al final nos fuimos juntando al pie de la selva donde nacía el sendero y el serranito trepó y nosotros atrás, yo con un asma que no me dejaba andar y el pescuezo con más sangre que un chancho degollado, pero seguro de que también ese día íbamos a escapar y no sé porqué, pero era evidente como un teorema que esa misma noche nos reuniríamos con Luis.
Uno nunca se explica cómo deja atrás a sus perseguidores, poco a poco ralea el fuego, hay las consabidas maldiciones y “cobardes, se rajan en vez de pelear”, entonces de golpe es el silencio, los árboles que vuelven a aparecer como cosas vivas y amigas, los accidentes del terreno, los heridos que hay que cuidar, la cantimplora de agua con un poco de ron que corre de boca en boca, los suspiros, alguna queja, el descanso y el cigarro, seguir adelante, trepar siempre aunque se me salgan los pulmones por las orejas, y Pablo diciéndome oye, me los hiciste del cuarenta y dos y yo calzo del cuarenta y tres, compadre, y la risa, lo alto de la loma, el ranchito donde un paisano tenía un poco de yuca con mojo y agua muy fresca, y Roberto, tesonero y concienzudo sacando sus cuatro pesos para pagar el gasto y todo el mundo, empezando por el paisano, riéndose hasta herniarse, y el mediodía invitando a esa siesta que había que rechazar como si dejáramos irse a una muchacha preciosa mirándole las piernas hasta lo último.
Al caer la noche el sendero se empinó y se puso más que difícil, pero nos relamíamos pensando en la posición que había elegido Luis para esperamos, por ahí no iba a subir ni un gramo. “Vamos a estar como en la iglesia”, decía Pablo a mi lado, “hasta tenemos el armonio”, y me miraba zumbón mientras yo jadeaba una especie de pasacaglia que solamente a él le hacía gracia. No me acuerdo muy bien de esas horas, anochecía cuando llegarnos al último centinela y pasarnos uno tras otro, dándonos a conocer y respondiendo por los serranos, hasta salir por fin al claro entre los árboles donde estaba Luis apoyado en un tronco, naturalmente con su gorra de interminable visera y el cigarro en la boca. Me costó el alma quedarme atrás, dejarlo a Pablo que corriera y se abrazara con su hermano, y entonces esperé que el Teniente y los otros fueran también y lo abrazaran, y después puse en el suelo el botiquín y el Springfield y con las manos en los bolsillos me acerqué y me quedé mirándolo, sabiendo lo que iba a decirme, la broma de siempre:
—Mira que usar esos anteojos —dijo Luis.
—Y vos esos espejuelos —le contesté, y nos doblamos de risa, y su quijada contra mi cara me hizo doler el balazo como el demonio, pero era un dolor que yo hubiera querido prolongar más allá de la vida.
—Así que llegaste, che —dijo Luis.
Naturalmente, decía “che” muy mal.
—¿Qué tú crees? —le contesté igualmente mal. Y volvimos a doblamos como idiotas, y medio mundo se reía sin saber por qué. Trajeron agua y las noticias, hicimos la rueda mirando a Luis, y sólo entonces nos dimos cuenta de cómo había enflaquecido y cómo le brillaban los ojos detrás de los jodidos espejuelos.
Más abajo volvían a pelear, pero el campamento estaba momentáneamente a cubierto. Se pudo curar a los heridos, bañarse en el manantial, dormir, sobre todo dormir, hasta Pablo que tanto quería hablar con su hermano. Pero como el asma es mi amante y me ha enseñado a aprovechar la noche, me quedé con Luis apoyado en el tronco de un árbol, fumando y mirando los dibujos de las hojas contra el cielo, y nos contamos de a ratos lo que nos había pasado desde el desembarco, pero sobre todo hablamos del futuro, de lo que iba a empezar cuando llegara el día en que tuviéramos que pasar del fusil al despacho con teléfonos, de la sierra a la ciudad, y yo me acordé de los cuernos de caza y estuve a punto de decirle a Luis lo que había pensado aquella noche, nada más que para hacerlo reír. Al final no le dije nada, pero sentía que estábamos entrando en el adagio del cuarteto, en una precaria plenitud de pocas horas que sin embargo era una certidumbre, un signo que no olvidaríamos. Cuántos cuernos de caza esperaban todavía, cuántos de nosotros dejaríamos los huesos como Roque, como Tinti, como el Peruano. Pero bastaba mirar la copa del árbol para sentir que la voluntad ordenaba otra vez su caos, le imponía el dibujo del adagio que alguna vez ingresaría en el allegro final, accedería a una realidad digna de ese nombre. Y mientras Luis me iba poniendo al tanto de las noticias internacionales y de lo que pasaba en la capital y en las provincias, yo veía cómo las hojas y las ramas se plegaban poco a poco a mi deseo, eran mi melodía, la melodía de Luis que seguía hablando ajeno a mi fantaseo, y después vi inscribirse una estrella en el centro del dibujo, y era una estrella pequeña y muy azul, y aunque no sé nada de astronomía y no hubiera podido decir si era una estrella o un planeta, en cambio me sentí seguro de que no era Marte ni Mercurio, brillaba demasiado en el centro del adagio, demasiado en el centro de las palabras de Luis como para que alguien pudiera confundirla con Marte o con Mercurio.