jueves, 29 de diciembre de 2011

Cafetín de Buenos Aires

Por Enrique Santos Discépolo

De chiquilín te miraba de afuera
como esas cosas que nunca se alcanzan
la ñata contra el vidrio
en un azul de frío
que sólo fue después viviendo
igual al mío
como una escuela de todas las cosas
ya de muchacho me diste,entre asombros,
el cigarrillo
la fe en mis sueños
y una esperanza de amor.
Cómo olvidarte en ésta queja
cafetín de Buenos Aires
si sos lo único en la vida
que se pareció a mi vieja.
En tu mezcla milagrosa
de sabiondos y suicidas
yo aprendí filosofía
dados, timba y la poesía
cruel, de no pensar mas en mí.
Me diste en oro un puñado de amigos
que son los mismos que alientan mis horas:
José, el de la quimera
Marcial que aún cree y espera
y el flaco Abel que se nos fue
pero aún me guía.
Sobre tus mesas que nunca preguntan
lloré una tarde el primer desengaño
nací a las penas, bebí mis años...
¡y me entregué sin luchar!

jueves, 22 de diciembre de 2011

Los costeños

Por Gabriel Garcia Márquez


"Los costeños necesitamos que el mar este ahi cerquita,pero nunca nos bañamos en el mar.
Ademas uno sale todo sucio y esas cosas incomodas.
Pero,eso si hay que saber que el mar esta ahí"

viernes, 16 de diciembre de 2011

Los nadies



Por Eduardo Galeano


Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueńan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mańana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el ańo cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueńos de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre,muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no habían idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de laprensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.


(El libro de los abrazos)

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Siervos y señores

El cacao no necesita sol, porque lo lleva adentro.
Del sol de adentro nacen el placer y la euforia que el chocolate da.
Los dioses tenían el monopolio del espeso elixir, allá en sus alturas, y los humanos estábamos condenados a ignorarlo.
Quetzalcóatl lo robó para los toltecas. Mientras los demás dioses dormían, él se llevó unas semillas de cacao y las escondió en su barba y por un largo hilo de araña bajó a la tierra y las regaló a la ciudad de Tula.
La ofrenda de Quetzalcóatl fue usurpada por los príncipes, los sacerdotes y los jefes guerreros.
Sólo sus paladares fueron dignos de recibirla.
Los dioses del cielo habían prohibido el chocolate a los mortales, y los dueños de la tierra lo prohibieron a la gente vulgar y silvestre.

sábado, 29 de octubre de 2011

Cotidiano






Por Guillermo Anderson

Como ciudadanos y consumidores, nos vemos obligados en muchas oportunidades en nuestra vida cotidiana, transitar los infinitos laberintos de la burocracia tanto en el ámbito público como privado.
Miles de seres anónimos debemos formar largas filas, sacar fotocopias de varios documentos, sentarnos a esperar, esperar y esperar a que toque nuestro número, cual si fuéramos personajes escritos por Franz Kafka.
Si sacáramos un cálculo de las horas que pasamos esperando por esos lugares, con carpetas bajo el brazo, seguramente llegaríamos a la cuenta de que pasamos mucho de nuestro valioso tiempo en largas y tediosas esperas.
Mientras esperamos, se puede observar a los que se encuentran alrededor, algunos en silencio, con caras de bronca, otros comparten el fastidio colectivo, se oyen frases tales como “Llevo acá desde las nueve y nadie me atiende” o”¿Por qué tantas ventanillas, para que solo atienda una caja?”.
La frase”Se cayó el sistema” usada habitualmente en varias entidades, aumenta el cólera de personas que suelen irritarse con facilidad.
Cuando efectivamente llaman por nuestro número, nos acercamos a la ventanilla pueden, pasar varias situaciones, que todo este correcto, que no sea el lugar indicado por el cual realizar el trámite o en su defecto que falte alguna documentación.
Si al finalizar la lectura de estas líneas usted esboza una sonrisa o asiente con la cabeza, seguramente se haya enredado alguna vez en esa maraña de papeles y tramites en su irremediable cotidianidad.

viernes, 28 de octubre de 2011

Europa

Por Arbolito

Quien dijo que la cultura no tiene olor?
Quien dijo que tu progreso no esta podrido?
Bajo tus uñas la sangre,
La historia gritando
Mentira o verdad

Acaso se te ha ocurrido pedir perdón
Menos se te ocurrió devolver un peso
Guarda que el indio despierta
Y las deudas son deudas
Acá o en tus bancos de mierda!

La gorda en su cuna creció vigorosa
Masticando tripas de México y Bolivia
Desarrollando lenguas, artes, ciencias, amores
Un trampolín sin freno a las cumbres humanas

Pintan tus pintores,
Suena tu música fina,
Siguen creciendo sanitos, tus niños tu niñas
Europa y tu siguiente de choreo y de muerte
La belleza de los vencidos
Aun pudre tu frente...

Quien dijo que la cultura no tiene olor
Huele a Toba mutilado casi que descuartizado
Negro secuestrado muriendo a latigazos
Hospitales saturados
Corren ríos infectados
Pibes que no lleguen a ver
Ni un puto carnaval

Pintan tus pintores,
Suena tu música fina,
Siguen creciendo sanitos, tus niños tu niñas
Europa y tu siguiente de choreo y de muerte
La belleza de los vencidos
Aun pudre tu frente...

lunes, 24 de octubre de 2011

Latinoamerica


Por Calle 13

Soy,
Soy lo que dejaron,
soy toda la sobra de lo que se robaron.
Un pueblo escondido en la cima,
mi piel es de cuero por eso aguanta cualquier clima.
Soy una fábrica de humo,
mano de obra campesina para tu consumo
Frente de frio en el medio del verano,
el amor en los tiempos del cólera, mi hermano.
El sol que nace y el día que muere,
con los mejores atardeceres.
Soy el desarrollo en carne viva,
un discurso político sin saliva.
Las caras más bonitas que he conocido,
soy la fotografía de un desaparecido.
Soy la sangre dentro de tus venas,
soy un pedazo de tierra que vale la pena.
soy una canasta con frijoles ,
soy Maradona contra Inglaterra anotándote dos goles.
Soy lo que sostiene mi bandera,
la espina dorsal del planeta es mi cordillera.
Soy lo que me enseño mi padre,
el que no quiere a su patria no quiere a su madre.
Soy América latina,
un pueblo sin piernas pero que camina.

Tú no puedes comprar al viento.
Tú no puedes comprar al sol.
Tú no puedes comprar la lluvia.
Tú no puedes comprar el calor.
Tú no puedes comprar las nubes.
Tú no puedes comprar los colores.
Tú no puedes comprar mi alegría.
Tú no puedes comprar mis dolores.

Tengo los lagos, tengo los ríos.
Tengo mis dientes pa` cuando me sonrío.
La nieve que maquilla mis montañas.
Tengo el sol que me seca  y la lluvia que me baña.
Un desierto embriagado con bellos de un trago de pulque.
Para cantar con los coyotes, todo lo que necesito.
Tengo mis pulmones respirando azul clarito.
La altura que sofoca.
Soy las muelas de mi boca mascando coca.
El otoño con sus hojas desmalladas.
Los versos escritos bajo la noche estrellada.
Una viña repleta de uvas.
Un cañaveral bajo el sol en cuba.
Soy el mar Caribe que vigila las casitas,
Haciendo rituales de agua bendita.
El viento que peina mi cabello.
Soy todos los santos que cuelgan de mi cuello.
El jugo de mi lucha no es artificial,
Porque el abono de mi tierra es natural.

Tú no puedes comprar al viento.
Tú no puedes comprar al sol.
Tú no puedes comprar la lluvia.
Tú no puedes comprar el calor.
Tú no puedes comprar las nubes.
Tú no puedes comprar los colores.
Tú no puedes comprar mi alegría.
Tú no puedes comprar mis dolores.

Você não pode comprar o vento
Você não pode comprar o sol
Você não pode comprar chuva
Você não pode comprar o calor
Você não pode comprar as nuvens
Você não pode comprar as cores
Você não pode comprar minha felicidade
Você não pode comprar minha tristeza

Tú no puedes comprar al sol.
Tú no puedes comprar la lluvia.
(Vamos dibujando el camino,
vamos caminando)
No puedes comprar mi vida.
MI TIERRA NO SE VENDE.

Trabajo en bruto pero con orgullo,
Aquí se comparte, lo mío es tuyo.
Este pueblo no se ahoga con marullos,
Y si se derrumba yo lo reconstruyo.
Tampoco pestañeo cuando te miro,
Para q te acuerdes de mi apellido.
La operación cóndor invadiendo mi nido,
¡Perdono pero nunca olvido!

(Vamos caminando)
Aquí se respira lucha.
(Vamos caminando)
Yo canto porque se escucha.

Aquí estamos de pie
¡Que viva Latinoamérica!

No puedes comprar mi vida.

jueves, 6 de octubre de 2011

Ignacio Ramonet: "Hoy los periodistas están poco protegidos"




En “La explosión del periodismo”, su nuevo libro, el semiólogo español analiza los cambios que Internet detonó en el sistema mediático y la siempre tensa relación entre el que informa y el poder

 

POR HORACIO BILBAO

Desde que Internet se volvió masiva, digamos, hace unos 15 años, el trabajo de los periodistas entró en una nueva dimensión. Si contar, analizar y contextualizar los hechos centrales de nuestra civilización siempre ha sido la tarea, esa tarea está cada vez más conectada, invadida, por otra impostergable, la de explorar las características de esta nueva atmósfera mediática. Expertos en arte, política, economía, deportes o cualquier otra especialidad, dividen su tiempo y libido en analizar el medio que les cayó encima, en tratar de entenderlo para terciar en esta encrucijada que por ahora no ofrece salidas claras. Lo sabe bien el semiólogo español Ignacio Ramonet, que ha pasado por la Argentina respondiendo a una metralla de preguntas. Llegó para hablar sobre las rebeliones en el mundo árabe y para difundir su nuevo libro, La explosión del periodismo. Internet pone en jaque a los medios tradicionales (Capital Intelectual) y ha andado a los saltos entre el mundo virtual y el físico para explicarse. Del laboratorio al terreno de juego, del pensamiento a las prácticas concretas. De la crisis europea a esta Argentina en la que todo se debate y cuestiona. Y todo, en una atmósfera de enorme confusión.

-Su libro está atravesado por un concepto clave: la inseguridad informacional. Y para explicarlo apela a factores negativos, muchos devenidos de Internet. ¿No cree que esta inseguridad informativa, a largo plazo, puede favorecer el desarrollo de una mirada crítica de las audiencias?
-Mi intención no era presentarlo ni positiva ni negativamente, sino hablar de un concepto que hasta ahora no había sido descripto, la inseguridad informativa. Hoy, cuando los ciudadanos toman contacto con la información, no están seguros de que esa información sea verdadera. No me refiero a una intencionalidad de mentir, sino a que el sistema mediático no puede garantizar en el momento que emite la información, que esa información sea verdadera. Por ejemplo, todos los días nos enteramos de que Kadafi se encuentra en tal lugar, que va a ser detenido, que al hijo de Kadafi lo dieron por detenido… ¿Quién está en el origen? No me interesa. Me interesa que la información no funciona.

-¿No importa a quiénes beneficie o perjudique?
-No es pertinente. Lo que me interesa es que el sistema tiene averías. No puede impedir que una información no verificada, que va a ser desmentida, llegue al público. El sistema que se dice “el más sofisticado de la historia de la comunicación”, con más tecnología, es incapaz de dar una información elemental. Eso es lo que llamo inseguridad comunicacional. Es semejante a muchas otras inseguridades. La alimentaria; consumes carne o fruta y te estás envenenando. La inseguridad, de una dimensión estructural en nuestras sociedades modernas, también existe en la información.

-La erosión de la confianza se suma a la erosión de los soportes físicos –el libro habla de la información como fluido constante– y los medios enfrentan un escenario preocupante. Las respuestas que venimos dando son pobres, ¿habrá salida?
-Quizá nuestro error sea pretender que una información, cuando la recibimos, ya esté perfecta. Eso es una exigencia de la era industrial, que se caracteriza precisamente porque las cosas se realizan, se fabrican, exactamente como han sido previstas. En la era digital no es así. Aunque nos choque, aunque nos escandalice, la información, cuando se difunde, es una información aproximada. Tenemos que ir perfeccionándola, interviniendo con herramientas, corrigiendo de aquí y de allá. Los propios periodistas, el sistema mediático, ya no controlan la información. En cierta medida, ya no ejercen el monopolio de la información. Hay que contar cada vez más con la información de los internautas para poder construir una información más exacta.

-Es llamativo que esa pérdida de confianza en los medios no se traslade a las compañías de Internet, a Facebook, Twitter y Google, que son empresas y se están quedando con las rutas de circulación informativa. ¿Cómo ve ese nuevo esquema?
-En esta fase incipiente en la que estamos, eso aún no se ve. Muchos internautas no ven que Google es una empresa, hace sus negocios, tiene sus beneficios gigantescos. Por el momento se ve el aporte de estas redes sociales. Pero yo digo en el libro que la información, en el sentido estricto de la palabra, se ha transformado en una materia prima estratégica: una empresa de telefonía gana más dinero que una petrolera. Se hace dinero utilizando esa materia prima que es la información.

-Hay quienes ven en esa relación con Google o Facebook un mecanismo de dominación del tipo deleuzeano, foucaultiano, que es voluntario, no coercitivo…
-Yo diría que en este momento hay una colaboración objetiva entre los usuarios y las empresas. Primero los usuarios les están agradecidos por haber inventado las herramientas que antes no existían. Esa fascinación hace que no se vea la relación de poder que varios filósofos plantearon.

-Pese a las calamidades que sacuden la escena mediática, ve un horizonte de democratización de la información.
-Eventual.

-Destaca ideas como la de Nicholas Carr, que dice que Internet idiotiza. Si esto es así, difícilmente se vuelva más democrática, es contradictorio.
-Teóricamente, Internet permite una mayor democratización del conocimiento y un uso democrático de la política. Muchas informaciones indispensables ya circulan por Internet. Entonces, teóricamente, se puede avanzar hacia una democratización del saber, del conocimiento. Ahora, las dificultades son las de siempre. Carr dice que cuanto mayor es la extensión, menor es la profundidad. El no dice que idiotiza, sino que desarrolla ciertas aptitudes. Por ejemplo, ser capaz de saltar de un tema a otro muy rápidamente. Eso imposibilita prácticamente profundizar en un solo tema... Lo que se gana por un lado, se pierde por otro. Internet es a la vez una posibilidad virtual de ir hacia una democratización del conocimiento y de la información pero también es la posibilidad de ir hacia una cretinización de la sociedad informatizada.

-Y apenas pasaron 20 años…
-Sería imprudente decir, como hace mucha gente, “Internet es  ya una catástrofe”.

-¿Quiénes serán los nuevos encargados de marcar agenda? ¿Wikileaks? ¿“Celebrities” que en Twitter tienen más seguidores que muchos medios? Pueden tener información de primera mano pero no van a contextualizarla...
-Por el momento es muy confuso. Internet, digamos, es el porvenir mediático. Vamos en esa dirección. Los poderes aún funcionan con los hábitos tradicionales y aún no han aparecido nuevos medios de información en línea capaces de tener esta influencia de marcar agenda. Pero ya hay indicios. Por ejemplo, quien más marca la agenda en la política interior americana no es The Washington Post ni The New York Times. Es Politico.com, un diario digital para el que escribo. Han inventado un ritmo nuevo de hacer información, se consagran a la política del Congreso y a la actividad del Congreso y por consiguiente la información tiene un funcionamiento nuevo. Y si los medios tradicionales siguen teniendo influencia ¿por qué es? The New York Times que vende 200.000 ejemplares en una tirada, digamos, de 350.000 tiene 43.000.000 de usuarios en la Web. Esa es la masa crítica del diario. Digo que ya están surgiendo medios nuevos, específicos de la era de Internet y que están marcando agenda, pero no se puede extrapolar al resto del mundo.

-¿Cuáles son los medios más afectados?
-No son los periódicos, es la CNN, que tal vez vaya a desaparecer el día menos pensado; algo inconcebible el 11 de septiembre de 2001. Los periódicos no van a desaparecer, porque la sociedad seguirá necesitando información con otro ritmo, más lenta, que es lo que permite la prensa escrita, con periodistas capaces de contextualizar, que es algo fundamental para situar la noticia en tiempo y espacio. Y, por otra parte, la capacidad de que un medio escrito tenga algo que ver con un estilo literario. Los ciudadanos siempre querrán leer historias bien contadas. Hay que recordar que el público actual está mucho mejor formado que cualquier otro público de una época anterior, y está exigiendo más… Hay razones para ser optimistas.

-Pero el escenario para los periodistas se volvió frustrante. El espacio para el reportaje se reduce y seduce más el documental o la publicación de libros. ¿Son alternativas reales?
-Los mejores periodistas de la prensa televisada se están yendo al documental, efectivamente. Por otra parte, hoy en día, existe esta gran angustia por parte de los periodistas ya que su estatuto social se ha degradado, la situación material y social a escala internacional…

-Pienso en el caso del Journal de Montreal: la redacción estuvo de paro y el periódico siguió saliendo con el aporte de los usuarios hasta que los periodistas cedieron en sus reclamos.
-Es una lección, la he seguido de cerca. Resulta que cuando los periodistas recurren a la huelga, se puede hacer el diario simplemente convocando a los internautas.

-¿Qué pasa con las asociaciones de periodistas, los sindicatos?
-No sólo eso, también las sociedades de periodistas porque en Francia en particular, muchos periódicos, como el caso de Le Monde, donde trabajé, que se crearon en contextos como la liberación de Francia y donde los periodistas tenían un poder importante en la gestión del periódico, la crisis económica de esos diarios ha llevado a la casi desaparición del rol de esas sociedades. Por consiguiente, hoy los periodistas están muy poco protegidos.

-Aquí, en la Argentina, el clima es raro: categorizaciones, eufemismos, periodistas militantes, periodistas corporativos, ¿será necesario que los periodistas definamos una posición?
-Creo que el deber principal de un periodista es producir información según criterios profesionales. Hablar de periodistas militantes es una contradicción en su término, pero existe. Y también existen empresas militantes. Eso no es bueno para los periodistas, no es bueno para la relación que tiene que tener el medio con la sociedad. La sociedad necesita del periodismo. El periodismo está para desvelar lo que no funciona en una sociedad desde muchos puntos de vista. En una sociedad democrática, este tipo de debate que ustedes tienen aquí en la Argentina, surgen. Mira, Francia con toda su experiencia democrática, con todas sus precauciones, instituciones que vigilan, deontología, tiene este debate. Hay allí un sector público que depende, en cierta medida del Estado, pero siempre se sospecha que el gobierno pueda intervenir. Por otra parte hay grupos mediáticos muy importantes que defienden sus intereses empresariales y también se sospecha que lo que publican, sobre todo hablando de Francia donde los grupos empresariales son grandes grupos que trabajan para el sector militar o el de la construcción, esté relacionado con sus intereses. Este debate no es un debate argentino, si me permiten. Ocurre en todo el mundo.

-Pero habrá singularidades…
-Estuve en Ecuador y ocurre el mismo debate, en Venezuela este debate lleva diez años. En muchos países de América latina existían lo que podemos llamar latifundios mediáticos. Hoy en día, hay gobiernos democráticamente elegidos en perfecta legalidad que están tratando de crear un mayor equilibrio entre el sector público y el sector privado. Les restan una parte del espacio a los antiguos latifundios y esto crea un debate. Hay que verlo como un debate democrático porque hoy en día los grupos mediáticos, el Gobierno, el Estado o los periodistas, tienen interés en que se clarifique esto. El mayor interés de los periodistas es salvaguardar su derecho en dar una información que no es determinada por el poder del dinero o por el poder político.

-Ha estado con Fidel Castro, con Correa, con Chávez, ¿qué transmiten con respecto a su visión de lo que debe ser la relación con los medios? Saquemos a Cuba, un caso distinto.
-Sí, allí, sencillamente no hay discusión. Y yo creo que Correa y Chávez, como tantos otros dirigentes, lo que tratan de crear es un servicio público de información. Que no sean las empresas las que tengan todo el poder mediático, que tengan menos. No por ello han conseguido reducir la intensidad de los ataques contra estos gobiernos, que son democráticos. Basta con leer la prensa dominante en Venezuela. Aunque Chávez se ha sometido a once elecciones lo tratan de usurpador. El busca crear un espacio nuevo. Yo creo que eso es sano.

Nota publicada en Revista Ñ 05/10/11 - 12:17

sábado, 24 de septiembre de 2011

El diario a diario

Por Julio Cortázar

Un señor toma un tranvía después de compara el diario y ponerselo bajo el brazo. Media hora más tarde desciende con el mismo diario bajo el mismo brazo.
Pero ya no es el mismo diario, ahora es un montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco de la plaza. Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diaro, hasta que un muchacho lo ve, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas.
Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que una anciana lo encuentra, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Luego lo lleva a su casa y en el camino lo usa para lo que sirven los diarios después de estas excitantes metamorfosis

Fundación de las clases sociales

En los primeros tiempos, tiempos del hambre, estaba la primera mujer escarbando la tierra cuando los rayos del sol la penetraron por atrás. Al rato nomás, nació una criatura.
Al dios Pachacamac no le cayó nada bien esa gentileza del sol, y despedazó al recién nacido. Del muertito, brotaron las primeras plantas. Los dientes se convirtieron en granos de maíz, los huesos fueron yucas, la carne se hizo papa, boniato, zapallo...
La furia del sol no se hizo esperar. Sus rayos fulminaron la costa del Perú y la dejaron seca por siempre jamás. Y la venganza culminó cuando el sol partió tres huevos sobre esos suelos.
Del huevo de oro, salieron los señores.
Del huevo de plata, las señoras de los señores.
Y del huevo de cobre, los que trabajan.

viernes, 12 de agosto de 2011

El abismo del delirio y la muerte

Por Sebastián Llobet

  "Eterno atardecer sentado al borde
   de el abismo más profundo"
                                                La renga

En el abismo del destino me encontraba, decidiendo entre lo que debo y lo que tengo que hacer. Cruel encrucijada que la desdicha nos impone; difícil decisión de los decires de la vida pronuncian. Dejarme caer o permanecer allí, ese era el tema que sonaba en mi risueña elección. Elección paradójica y arriesgada; sin ningún motivo por el permanecer anclado en mi sitio, pero con muchas de perder decidiendo dejarme caer en el precipicio de lo incierto.

Lo que se encuentra más allá me espera. Parece que desea que yo lo encuentre, pero no me das más pistas que esa. La elección es compleja; ¿Dejar todo atrás? ¿Dejarse llevar? Qué ruin el destino que me acecha. Se hace difícil tomar una decisión.

Imaginemos que podría llegar a tener ese más allá diferente al más acá; cuales serán los obstáculos que se me impondrán y que facilidades podría llegar a encontrar. El trabajo intelectual es arduo, diría penoso. ¿Cuantos desencuentros bastan para poder elegir un lugar mejor? ¿Cómo cuantificar una vida repleta de incertidumbres? Esto es algo que no nos enseñan en los libros.

Lejos de los pretextos, me encuentro sólo; esta decisión es mía y de nadie más. ¿Por qué insiste en enterrarte en mis decisiones? No tomare partido de las modestas palabras que propician afecto, ni de los ultrajes que imponen los sentimientos efímeros de alrededor. No me seguirán al mausoleo vagos recuerdos, ¿o acaso si? Como saberlo; el otro lado no me exige nada, solo desea que me vaya de donde estoy, es la entrega total a cambio de… ¿A cambio de qué? ¿Cómo imaginarlo?

Esta voz no cesa de decirlo, me espera algo mejor, y como no voy a creerle; me conoce demasiado. Me esta contando sobre este sitio, donde los problemas dejan de ser agobiantes, donde los lugares son cálidos y hermosos, y las personas comprensivas y tranquilas. Me trata de convencer sobre lo incierto, y eso genera miedos. Esos temores no se disipan con cautela, cada minuto parece hacerse eterno, los segundos no asesinan al tiempo, el reloj parece detenerse. El espacio próximo no se distingue de la lejanía; ¿Dónde me encuentro? ¿Por qué estoy parado aquí? Las preguntas me invaden y me reclaman una respuesta inmediata. No las tengo. No tengo ninguna respuesta; y mientras menos pueda contestar, más interrogantes me asaltan. Este círculo vicioso fue demasiado lejos, debo reponerme.

¿Desde cuando la cordura es bien paga? ¿Acaso no puedo decidir yo mismo lo que espero? ¿Acaso nos imponen la vida y lejos de poseerla la menoscabamos? No quieras decirme lo que debo hacer, vete de mi cabeza, déjame tranquilo, no quiero que estés más aquí. ¿Por qué no te vas? No quiero escucharte más! Estas hablando demasiado, ya no deseo escucharte.

Este abismo es demasiado estrecho, muy oscuro y tétrico, no deseo resignar mis anhelos al azar de lo potencialmente mejor. Decido quedarme aquí, sentado sobre mis pies, meditando con mi silencio cuan bueno era ese destino que me exigías, pero que resigno, por un minuto más de aliento…


jueves, 4 de agosto de 2011

Karl Marx




“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo ,pero de lo que se trata ahora es de transformarlo”

Tesis XI sobre Feubarch 1845

martes, 26 de julio de 2011

El tiempo no para

Por Bersuit Vergarabat

Disparo contra el sol con la fuerza del ocaso,
mi ametralladora está llena de magia,
pero soy sólo un hombre más.
Cansado de correr en la dirección contraria,
sin podio de llegada y mi amor me corta la cara,
porque soy sólo un hombre más.
Pero si pensás que estoy derrotado,
quiero que sepas que me la sigo jugando,
porque el tiempo, el tiempo no para.
Unos días sí, otros no,
estoy sobreviviendo sin un rasguñon,
por la caridad de quien me detesta.
Y tu cabeza está llena de ratas,
te compraste las acciones de esta farsa,
Y el tiempo no para.
Yo veo el futuro el futuro repetir el pasado,
veo un museo de grandes novedades,
y el tiempo no para, no para, no.
Yo no tengo fechas para recordar,
mis días se gastan de par en par
Buscando un sentido a todo esto.
Las noches de frío mejor no nacer,
las de calor se escoge matar o morir,

Y así nos hacemos ARGENTINOS.
Nos tildan de ladrones, maricas, faloperos,
y ellos sumergieron un país entero,
Pues así se roba más dinero.

sábado, 16 de julio de 2011

Fundación de la contaminación

Los pigmeos, que son de cuerpo corto y de memoria larga, recuerdan los tiempos de antes del tiempo, cuando la tierra estaba encima del cielo.
Desde la tierra caía sobre el cielo una lluvia incesante de polvo y de basura, que ensuciaba la casa de los dioses y les envenenaba la comida.
Los dioses llevaban una eternidad soportando esa descarga mugrienta, cuando se les acabó la paciencia.
Enviaron un rayo, que partió la tierra en dos. Y a través de la tierra abierta lanzaron hacia lo alto el sol, la luna y las estrellas, y por ese camino subieron ellos también. Y allá arriba, lejos de nosotros, a salvo de nosotros, los dioses fundaron su nuevo reino.
Desde entonces, estamos abajo.

miércoles, 13 de julio de 2011

Librerías relacionadas con el ambito de la comunicación

Librería Paidós - Central del Libro Psicológico
Av. Las Heras 3741 – Loc. 31-  C1425ATB
Ventas/Fax: (5411) 4801-2860
Paidós del Fondo
Av. Santa Fe 1685 - C1060ABC
Ventas: (011) 4812-6685
Web: www.libreriapaidos.com.ar

Libros en red
Sede Central (domicilio legal): Buenos Aires Nro. 484 - Escritorio 21
Montevideo, Uruguay
Oficina de Operaciones Internacionales
Av. Santa Fe 1480, 9º C - C1060ABN
Tel:  (011) 4815-5912
Web: www.librosenred.com
La Crujìa
Tucuman 1993 - C1050AAM
Tel/fax: (011) 4375-0376/0664
E- mail: info@lacrujia.com.ar

El dinosaurio

Por Augusto Monterroso

jueves, 7 de julio de 2011

El tiempo de Milena


Por Abelardo Castillo

Claro que, tal como se presentaban las cosas ese atardecer, lo mejor era ir considerando la posibilidad de tomarla en serio, quiero decir que si ella, Milena, amenazaba acostarse con el primer imbécil que se cruzara en su camino, tal vez fuera razonable admitir que, efectivamente, era capaz de hacerlo. ¿O esa que estaba entrando en el hotel Las Brumas, de la calle Acoyte, en compañía de un tipo que debía de llevarle treinta años y que parecía un corredor de seguros que ha tenido un buen día, no era Milena? Por supuesto que era Milena. Podía no serlo, de acuerdo. Su larga pollera floreada, de hindú, su blusa de eso que las mujeres llamaban bambula y sus zapatillas chatas, el collar de varias vueltas y piedras de colores que le caía hasta la cintura, sus cuadernos de la facultad bajo el brazo, su pelo lacio y esa manera de caminar que le daba aquel aire de "mi ombligo es mi brújula", podían pertenecer a unas cincuenta mil chicas argentinas de los años sesenta, pero sólo una había discutido conmigo esa misma tarde en el bar La Comedia, a sólo una yo le había dicho que se hiciera revisar la cabeza con su pediatra, sólo una había amenazado irse a la cama con el primer imbécil que se le cruzara en el camino, a sólo una yo le había dicho que por mí podía acostarse con el Mahatma Gandhi, y sólo una, luego de levantarse de la mesa con un apreciable desparramo de pocillos y vasos, me había dicho desde la puerta:
-¿Viste la casa de los perros?
-Qué casa de qué perros, perdón.
Yo estaba a unos tres metros, sentado todavía a la mesa, tratando de aparentar que aquél era un diálogo amistoso entre dos jóvenes modernos pero civilizados. Eran las tres de la tarde. Unas treinta cabezas se volvieron hacia la puerta del café. Me habían mirado y ahora miraban a Milena. Creí notar en el aire cierta ansiedad por su respuesta.
-Los perros de mármol. La casa que una vez me dijiste que le ibas a escribir un poema de mierda y me lo ibas a dedicar a mí.
Estábamos en los años sesenta, ya lo escribí, pero de hecho no podíamos saberlo, o por lo menos yo no lo sabía. Milena, en cambio, sí lo sabía, tal vez era la única en aquel café que ya lo sabía.
-Vi la casa y vi los perros -admití-. Pero no pude haber dicho nada semejante porque nunca digo malas palabras.
Tampoco podía habérselo dicho una vez: sólo la conocía desde la noche anterior. Claro que el tiempo de Milena y el mío no corrían de la misma manera, ni siquiera, quizá, en el mismo sentido. Pero esto lo comprendí del todo muchos años después.
-Viste la casa -dijo Milena-, bueno. Hoy mismo estate por ahí a eso de las siete.
La puerta, súbitamente sin Milena, dio unos bandazos en el vacío como si por ella estuviera entrando o saliendo una fantasmal sucesión de Milenas invisibles.
Ahora eran las nueve de la noche y Milena, con aquel anacronismo de traje gris, salía del hotel de la calle Acoyte. Milena saliendo de un hotel con un señor vestido de traje, como cuando años después nos enteramos de que Marylin se acostaba con Kennedy. Happy birthday, Mister President, por favor. En la esquina había un quiosco de flores y si estaba por ocurrir lo que efectivamente ocurrió, era para vomitar. El tipo le compró un ramito. Ella le dio un beso en la mejilla y él tomó un taxi. Cuando el automóvil arrancó, Milena le hizo chau con una mano y con la otra amagó tirar las flores a la alcantarilla. Lo pensó mejor y se las devolvió a la florista. Bueno, por lo menos era parcialmente humana.
Vino directamente hacia mí.
-Te lo dije -dijo.
-No te imaginás lo celoso que estoy -dije yo-. ¿Ya te confesó que si no fuera porque la mujer tiene cáncer de próstata se casaba con vos?
Milena me miró, achicando los ojos.
-¿Las mujeres tenemos próstata? -preguntó con desconfianza.
-La de él sí. La mujer de él se llama Osvaldo y es ingeniero agrónomo.
-Ja -dijo Milena.
Después estábamos en la puerta del bar La Paz, y esto, que se escribe fácil, requiere explicar que debimos de haber caminado unas cuarenta cuadras en silencio. Parece mucho, pero no lo es, o por lo menos no lo era. Yo tenía veinticinco años y Milena diecisiete. Lo más difícil de ese trayecto fue seguramente el silencio, no la distancia.
-No digas que no te di una chance -dijo Milena.
Todavía no habíamos entrado en el bar. Estábamos parados ante la puerta. Milena tenía ahora un aire lúgubre y algo rencoroso.
-Una chance -dije yo-. Vos me diste una chance a mí.
-Sí, tarado. Mirá lo que me hiciste hacer. Cuando me viste pasar podrías haberme dicho que me querías y agarrarte a patadas con el tipo.
-Eso es cierto -dije yo-. También podría haber hecho otra cosa.
-Qué -dijo Milena.
-Lo que voy a hacer ahora.
-Qué vas a hacer -dijo Milena, otra vez desconfiada.
No se lo dije. Le pegué un sopapo tan sorprendente, incluso para mí, que Milena, después de abrir la puerta vaivén con la espalda, fue a caer sentada dentro del bar.
-Estos hippies son todos drogadictos -le dijo a su mujer un señor que pasaba.
Media cuadra antes de llegar a Callao, solo, yo iba pensando que esta chica no era para mí. Estaba loca, se vestía como Indira Gandhi y decía malas palabras. La había conocido esa misma madrugada, precisamente frente a la casa de los perros, y no nos habíamos separado en todo el día. Nos habíamos ido a la cama juntos a la hora de almorzar, habíamos discutido por Simone de Beauvoir a las tres de la tarde, a las siete ya me había sido infiel y a las diez de la noche del mismo día había conseguido convertirme en un varón golpeador. Si esto duraba una semana, íbamos a salir en el Libro de los Récords Guinness. Pero que se muera, pensé. El señor de La Paz tenía razón, aunque sólo tomen leche, como Milena, estos hippies son todos drogadictos. Los drogan los chocolatines, la música pop, el agua mineral, la Revolución Cubana. Lástima que fuera tan linda, aunque la palabra exacta no es linda. Era mucho más que linda. Era como si fuese de ámbar. Cómo podía ser que una envoltura tan diáfana como el cuerpo de Milena encerrara semejante desastre. Momento en que oí detrás de mí una especie de tropel algodonoso, me di vuelta y caí de espaldas en mitad de la vereda, con Milena encima.
Nos separó un vigilante en el preciso instante en que Milena, montada sobre mi estómago, blandía una birome y decía que no me la clavaba en el ojo de lástima. Ese mismo vigilante nos llevó a la comisaría quinta, donde, en algún momento, sobrevino el siguiente diálogo.
-Él nunca me pegó -decía Milena-, y si me hubiera pegado no es cosa de ustedes. Es mi amante y puede hacer lo que quiera.
-Si es su amante, lo que puede es ir preso -dijo el oficial de guardia y me miró-. La señorita es una menor.
-Le mentí -dijo Milena-. A él le mentí. Le dije que tenía veintiuno. Y si no nos deja ir le juro que declaro que el tortazo me lo dio el vigilante. Pongo de testigos a todos los de La Paz. Por si no lo saben -agregó asombrosamente-, los derechos adquiridos no se pierden.
Nadie entendió qué quiso decir pero nos dejaron en libertad. Después era de madrugada y estábamos caminando otra vez por Parque Lezica. Cruzamos hacia el caserón de los perros de mármol y Milena dijo que era una casa tan hermosa que le daban ganas de llorar.
-Sí, se ve que siempre fuiste muy sensible -dije yo-. Pero ahora explicame algo. Por qué, esta tarde, dijiste eso de que una vez yo te dije no sé qué cosa.
-Porque me lo dijiste. Dijiste que ibas a escribir un poema sobre esta casa y me lo ibas a dedicar a mí.
-Un poema de mierda -dije.
-Eso me salió porque estaba enojada.
-Pero por qué dijiste una vez. Yo te conocí ayer. Estabas mirando la casa y yo me paré a hablar con vos, y entonces te lo dije.
Milena me miró. Separó apenas los labios como si estuviera a punto de decir algo, que finalmente no dijo.
-Vos qué sabés -murmuró.
No volví a verla hasta quince años más tarde. Y esto también se escribe fácil. Lo mejor, por ahora, es decir que en esos años los grandes amores no duraban mucho y que el nuestro no fue una excepción. Nos defendíamos del tiempo. Nadie quería que la mujer o el hombre de su vida envejeciera, y eso, supongo, tendía a acortar las pasiones. Era preferible recordar: el recuerdo, como la ceguera, deja los rostros intactos. La casa de los perros fue demolida. Los hippies se transformaron en farmacéuticos o en melancólicos. Los Beatles se separaron. En Bolivia mataron al Che. Yo cumplí cuarenta años.
-Hola -dijo Milena.
Yo estaba sentado en un banco de la plaza de Córdoba y Jean Jaurés y hacía más o menos un minuto había tenido una revelación: había visto los perros de mármol. Era el mismo grupo de lebreles que, quince años atrás, ornamentaba el jardín de la casa de Parque Lezica, y ahora Milena estaba parada frente a mí. La misma pollera hindú, el mismo collar. Seguía teniendo diecisiete años. No quiero decir que era una mujer que parecía una adolescente, tampoco quiero decir que aquélla era su hija. Quiero decir que era Milena y que seguía teniendo diecisiete años.
Cuando lo imposible empieza a suceder, lo más razonable es aceptarlo con naturalidad.
-Hola -dije.
Ella se sacó con lentitud los anteojos negros que traía puestos y acercó su cara hacia mí.
-Hola -repitió.
-Qué te pasó en el ojo -pregunté.
-Después del tortazo que me diste anoche me peguntás qué me pasó en el ojo.
Hice una pausa.
-Para mí eso fue hace quince años, Milena.
-Sí -dijo Milena-. Pero vos no sabés nada.
De todas maneras, yo sabía. Lo supe quizá desde la primera vez que la vi. Milena no habitaba la misma realidad que yo, que ninguno de nosotros. Ella tenía un tiempo suyo, vivía en unos pocos días de los años sesenta como en una isla personal, y sólo ahí uno podía encontrarla, más o menos como a las náyades se las encuentra en sus ríos o a las sirenas en el mar. Todo cambiaba o se desmoronaba a su alrededor, pero ella seguía en un Buenos Aires donde, frente al parque Lezica, había una gran casa con perros de mármol en el jardín, ella andaba, para siempre, con su collar hasta la cintura y su blusa de bambula, por una calle Corrientes donde seguían, indemnes, el cine Lorraine, los quioscos de revistas literarias, el bar La Comedia.
-Vos comprenderás que esto es imposible -dije.
-Cómo va a ser imposible si está sucediendo -me miró y se rió-. Los derechos adquiridos no se pierden.
Volvimos a pasar todo un día juntos. No sé si fue en este encuentro cuando fuimos a la Boca. Tengo, en algún lugar de la memoria, un vago recuerdo de mástiles iluminados y de canciones italianas que venían de cantinas. Pero tal vez ésa fue otra noche, seis o siete años más tarde. Esa noche, la de los mástiles iluminados, una violetera le había dicho:
-Pídale a su papá que le compre un ramito.
-Comprame -dijo Milena. Y a la violetera: -No es mi papá. Es mi amante.
-Con más razón -dijo la violetera.
-¿Viste? -oí cerca de mi nuca, al rato.
-Si vi qué.
-Que le pareció natural.
En ese momento Milena caminaba detrás de mí, pegada a mi espalda, abrazada a mi cintura y sincronizando sus pasos con los míos.
-No tiene nada de natural, Milena. Un hombre de mi edad no se pasea por la Boca, a la madrugada, jugando a los siameses, con una chica de diecisiete años que tiene un ojo negro y que, además, no existe.
-Ufa -dijo Milena.
Después dijo que el moretón ya casi ni se le notaba. En los tres últimos días se había puesto un bife crudo en el ojo. Lo había leído en una revista de boxeo, era lo mejor para los moretones.
En los últimos tres días, había dicho. Más de veinte años para mí. Cosa que apenas era grave, considerando lo que supe unos años más tarde en la Costanera Sur. Yo no podía encontrarla voluntariamente: ella aparecía en cualquier momento y pasaba un día o dos conmigo. Por alguna razón, su tiempo, el tiempo de Milena, sólo abarcaba una semana. Ella me lo dijo o yo lo deduje de algo que dijo. Le pregunté por qué. Ella me miró como si yo fuera un chico idiota y cambió de conversación. Nuestro primer encuentro, el único que yo consideraba real, había ocurrido la madrugada de un domingo, frente a Parque Lezica.
-Según eso -dije-, nos conocemos hace cinco días.
-Chocolate por la noticia -dijo Milena.
Estábamos en un hotel de la Costanera y ella, con lenta aplicación, se pintaba de plateado la uña del dedo gordo del pie. Para esa época mi generación había perdido ciertas ilusiones de cambiar el mundo y yo tenía más de cincuenta años. En la Costanera Sur nadie se fija mucho si un hombre de cincuenta años entra en un hotel con un travesti, con una cabra o con la hija, ni siquiera se fijan si entra con la nieta.
-O sea que nos quedan dos días.
-Tú lo has dicho, Caifás -dijo Milena.
-¿Y cuándo voy a verte otra vez? -pregunté después de pensarlo bastante.
-Mañana. Si querés.
Le pregunté cuándo era mañana para mí, y ella contestó que por qué no me callaba, que le hacía perder la concentración. En el cielo raso del cuarto había un gran espejo. Yo, de espaldas en la cama, le pedí que mirase hacia arriba.
-Sí -dijo Milena-. No sé cuál es la gracia de estos espejos. Si estás encima mío y abro un ojo te veo el culo.
-No seas irrespetuosa, Milena. Tengo tres veces tu edad. Lo que quiero preguntarte es qué ves.
-Me veo a mí mirando para abajo y te veo a vos. Pegados al techo parecemos moscas.
-Me ves a mí. Lo que te pregunto es si pensaste qué vas a ver de mí mañana.
Milena guardó el frasquito y el pincel en su gran mochila floreada. Se me echó encima, bufando, acercó mucho la cara a mi cara y dijo:
-Te voy a ver a vos. Lo que estás mirando ahí no tiene nada que ver conmigo. Yo te voy a ver siempre como sos.
-Y cómo soy.
-Ufa -dijo Milena.
Eso fue hace años. Mañana fue hoy mismo. Cada día que pasa me gusta menos lo que veo en los espejos, me agito cuando subo por las escaleras, toso, y un día de éstos tendré que resignarme a dejar el cigarrillo. Esta vez no quise entrar con ella en ningún hotel. La traje acá. Hasta hace unas horas, Milena andaba por la casa preparando café, dándole de comer a mi gato, husmeando en mi biblioteca. En algún momento de la noche oí una especie de grito de pájaro y la vi venir con un papel en la mano.
-Me lo escribiste -dijo-. Viste que me lo ibas a escribir.
-Sí -dije-. Te lo escribí, hace casi treinta años. Cuando demolieron la casa. Es bastante malo.
-A mí no me parece -dijo Milena-. Pero acá pusiste que los perros son de piedra y esos perros son de mármol.
-Mármol no rima con nada -dije-. Piedra rima con hiedra.
-Mármol rima con árbol -dijo Milena.
-No. Ésa es una rima falsa, Milena.
-Y vos sos medio pedante -dijo Milena-. Qué es una rima falsa.
Era nuestra víspera, nuestro penúltimo encuentro, y ella quería saber qué es una rima falsa. Ni siquiera nos habíamos ido a la cama, suponiendo que hoy eso hubiera sido una buena idea. La había encontrado a la tarde, en Parque Chacabuco, jugando a la payana con unos chicos rotosos que parecían salidos de un cuadro de Berni. Yo volvía del médico y ella estaba sentada en el pasto, en la posición del loto, tirando piedritas hacia arriba y recogiéndolas con el dorso de la mano. Casi la piso. Dónde te creés que vas, me dijo desde allá abajo, riendo, y se puso de pie y me tomó del brazo, y ahora eran las once de la noche y Milena quería que le explicara qué es una rima falsa.
-Fue una broma -dije.
También le dije que siempre había querido preguntarle algo.
-Zas -dijo Milena-. Qué.
-Aquel día, me refiero al domingo, después de haber estado conmigo, ¿de veras fuiste capaz de acostarte con el cretino del traje? -Milena empezó a abrir la boca cuando agregué-: Mentime, por favor.
-Cómo te gusta complicar la vida -dijo Milena. Pensó un momento, dudó, y me miró-. No me acosté.
-Y a qué fuiste al hotel.
-Eso qué tiene que ver. Cuando estábamos dentro le dije que era virgen y que si me tocaba me ponía a gritar. Es un ayudante de cátedra. Terminó aconsejándome que no fumara tanto y explicándome la Revolución Mexicana.
-Me estás mintiendo -dije.
-Usted sabrá -dijo Milena.
Tal vez yo me había equivocado el primer día, tal vez esta chica era, exactamente, para mí.
Como ya dije, pronto sería medianoche. Si ahora le pedía que se quedara toda la noche conmigo, íbamos a entrar en un nuevo amanecer y este encuentro sería, definitivamente, el último.
Le pedí por favor que se fuera. Me preguntó por qué.
-Porque quiero verte mañana -le dije.
-Si me quedo también vas a verme mañana.
-No es lo mismo, Milena.
Y ésta fue, hasta hace unas horas, mi historia con Milena.
Tal vez terminó esta noche, o tal vez me queda un día más. He pensado que aunque yo ignore cómo hallarla, ella, en su semana del sesenta, con su blusa de bambula y su pollera hindú y sus cuadernos de la facultad, vendrá a buscarme mañana. Ya conoce mi casa. Ya sabe cómo encontrarme. Sólo espero, mientras me preparo a envejecer, que el mañana del tiempo de Milena no llegue, para mi tiempo, demasiado tarde.


sábado, 11 de junio de 2011

El tesoro de los inocentes

Por Carlos A.Solari (Indio)

Para C.E.A

El tesoro que no ves
La inocencia que no ves
Los milagros que van a estar de tu lado
Cuando comiences a leer de los labios
Y a ignorar los embustes y gustar
Con tu lengua de las aguas que son dulces
Aunque te sientas mal
Si no hay amor que no haya nada entonces, alma mía
No vas a regatear!
Un hermoso día el de hoy!
Ay! Qué bello día es hoy!
Está para desatar nuestra tormenta
Que va a tronar por el dolor
Juegan a "primero yo" y después a "también yo"
Y a "las migas para mí" y cierran
el juego porque ya saben que... el tonto nunca puede oler al
diablo (vida mía!) ni si caga en su nariz
Esa mancha que está allí...
Por allí... en el suelo! allí!
Y en tu bella cicatriz
Parece sangre y sin embargo sonreís
El tesoro que no ves!
La inocencia que no ves!
El placer es tan oscuro como el culo de un topo negro
y si no hay amor que no haya nada
Entonces, alma mía
No vas a regatear!
Placer que es cruel...
(Le echás el guante
sin lágrimas...
a tu pena allí nomás)
.. y el mundo allí nomás
El sol cocina lento...
Placer que es cruel...
(Vos siempre estás con una excusa a flor de labios...
sin lágrimas..
Con tus dolores allí nomás, sin vida
Con tu sangre en el suelo... 

viernes, 20 de mayo de 2011

El decálogo

Por Ryszard Kapuscinski

1. Estar dispuesto a sacrificar buena parte de uno mismo.
2. Profundizar constantemente nuestros conocimientos.
3. Tratar de comprender y describir a las personas y la época.
4. El reportaje es el fruto del trabajo de muchos, no de uno.
5. Colores, temperaturas, climas: registrar lo imponderable.
6. No tratar la información como un medio de lucha política.
7. El periodismo verdadero es intencional y aspira a cambios.
8. Escépticos, sí. Cínicos, no: es incompatible con este oficio.
9. Explorar, investigar, fundamentar, contextualizar y contar.
10. En cuanto a hacernos ricos, mejor encarar otra profesión.

Breve historia de la civilización

Y  nos cansamos de andar vagando por los bosques y las orillas de los ríos.
Y  nos fuimos quedando. Inventamos las aldeas y la vida en comunidad, convertimos el hueso en aguja y la púa en arpón, las herramientas nos prolongaron la mano y el mango multiplicó la fuerza del hacha, de la azada y del cuchillo.
Cultivamos el arroz, la cebada, el trigo y el maíz, y encerramos en corrales las ovejas y las cabras, y aprendimos a guardar granos en los almacenes, para no morir de hambre en los malos tiempos.
Y  en los campos labrados fuimos devotos de las diosas de la fecundidad, mujeres de vastas caderas y tetas generosas, pero con el paso del tiempo ellas fueron desplazadas por los dioses machos de la guerra. Y cantamos himnos de alabanza a la gloria de los reyes, los jefes guerreros y los altos sacerdotes.
Y  descubrimos las palabras tuyo y mío y la tierra tuvo dueño y la mujer fue propiedad del hombre y el padre propietario de los hijos.
Muy atrás habían quedado los tiempos en que andábamos a la deriva, sin casa ni destino.
Los resultados de la civilización eran sorprendentes: nuestra vida era más segura pero menos libre, y trabajábamos más horas.

jueves, 5 de mayo de 2011

Eulogia


-Don Inodoro, ¿usté esta con la Eulogia por alguna promesa?
-Mendieta, uno se deslumbra con la mujer linda, se asombra con la inteligente y se queda con la que le da pelota.

-La Eulogia es una santa. No como mi cuñada que sufre el Síndrome de la Abeja Reina. Se cree una reina y es un bicho.

Inodoro Pereyra

-Vago no, quizá algo tímido para el esjuerzo.

-Estoy comprometido con mi tierra,casado con sus problemas y divorciado de sus riquezas.

viernes, 29 de abril de 2011

El Cuervo

Por Edgar Allan Poe

Cierta noche aciaga, cuando, con la mentecansada,
meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral
y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,
como si alguien muy suavemente llamara a mi portal.
"Es un visitante -me dige-, que está llamando al portal;
sólo eso y nada más."

¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado diciembre!
Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.
Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado calma
en mis libros,ni consuelo a la perdida abismal
de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar
y aquí nadie nombrará.

Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas
me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal
que, para calmarr mi angustia repetí con voz mustia:
"No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;
un tardío visitante esperando en mi portal.
Sólo eso y nada más".

Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé:
"Caballero -dije-, o señora, me tendréis que disculpar
pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido
y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal
que dudé de haberlo oído...", y abrí de golpe el portal:
sólo sombras, nada más.

La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,
y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;
pero en este silencio atroz, superior a toda voz,
sólo se oyó la palabra "Leonor", que yo me atreví a susurrar...
sí, susurré la palabra "Leonor" y un eco volvióla a nombrar.
Sólo eso y nada más.

Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos
pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.
"Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana;
veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás.
Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.
¡Es el viento y nada más!".

Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,
agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral.
Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento,
con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,
en un pálido busto de Palas que hay encima del umbral;
fue, posóse y nada más.

Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave,
en sonriente extrañeza mi gris solemnidad.
"Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser
osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;

¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?"
Dijo el cuervo: "Nunca más".

Que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa
sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco cabal,
pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido
ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.
Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal
que se llamara "Nunca más".

Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto,
como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más.
No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna
hasta que al fin musité: "Vi a otros amigos volar;
por la mañana él también, cual mis anhelos, volará".
Dijo entonces :"Nunca más".

Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;
"Sin duda - dije-, repite lo que ha podido acopiar
del repertorio olvidado de algún amo desgraciado
que en su caída redujo sus canciones a un refrán:
"Nunca, nunca más".

Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía
planté una silla mullida frente al avi y el portal;
y hundido en el terciopelo me afané con recelo
en descubrir que quería la funesta ave ancestral
al repetir: "Nunca más".

Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra
al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;
eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada
sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.
¡ Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,
y ya no usará nunca más!.

Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso
mecido por serafines de leve andar musical.
"¡Miserable! -me dije-. ¡Tu Diós estos ángeles dirige
hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar!
¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!".
Dijo el cuervo: "Nunca más".

"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado!
¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad
trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,
a esta morada espectral? ¡Mas te imploro, dime ya,
dime, te imploro, si existe algun bálsamo en Galaad!"
Dijo el cuervo: "Nunca más".

"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado!
Por el Diós que veneramos, por el manto celestial,
dile a este desventurado si en el Edén lejano
a Leonor , ahora entre ánngeles, un día podré abrazar".
Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".

"¡Diablo alado, no hables más!", dije, dando un paso atrás;
¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!
¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje
quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!
¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!"
Dijo el cuervo: "Nunca más".

Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,
en el pálido busto de Palas que hay encima del portal;
y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,
cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;
y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,
no se alzará...¡nunca más!.

lunes, 25 de abril de 2011

Morella

Por Los piojos

Ah, ah, 
Morella
 
desde el fin volverás.
 
Ah, ah,
 
Morella
 
hasta el fin volverás.
 
Mirame bien, dijo al partir
 
no te sorprenda, volverme a ver.
 
Mirame bien, puedo morir
 
y una y mil veces renacer...
 
Ah, ah,
 
Morella
 
desde el fin volverás.
 
Mirame bien, dijo al partir
 
no te sorprenda, volverme a ver.
 
Mirame bien, puedo morir
 
y una y mil veces renacer...
 
Y otra vez hoy
 
otra vez ves
 
que tu vestido vuela
 
que tu vestido vuela (bis)
 
Mira mira
 
la tumba esta vacía.

Y otra vez hoy
 
otra vez ves
 
que tu vestido vuela
 
que tu vestido vuela
 
Ah, ah...
 
Ah, ah...
 


Los cinco sentidos del periodista

Por Ryszard Kapuscinski.

1)Estar


2)Ver


3)Oír


4)Compartir


5)Pensar

sábado, 16 de abril de 2011

Edgar A. Poe: Su Vida y Sus Obras

Por Charles Baudelaire

…algún maestro desventurado a quien la inexorable Fatalidad ha perseguido encarnizada, cada vez más encarnizada, hasta que sus cantos no tengan más que un solo estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza hayan adoptado este melancólico estribillo: “¡Nunca! ¡Nunca más!”(Edgar A. Poe: El cuervo.)


En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.

(Théophile Gautier: Tinieblas.)

En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras “mala suerte” escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas; perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su condenación. Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.    Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
    Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido, después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre las almas inferiores.
    ¡Lamentable tragedia la vida de Edgar A. Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo demasiado por encima del vulgo. “¡Qué tufo a trastienda!”, como decía Joseph de Maistre.
    Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo-vampiro ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes, que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
    Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
    Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material, anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe, que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same, y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros enfermos que escriben, “con la oreja inclinada hacia el viento”, fantasías giratorias, tan flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar tanto tiempo. II    La familia de Poe era una de las más respetables de Baltimore. Su abuelo materno había servido como quarter-master-general en la guerra de la Independencia, y La Fayette le dispensaba una gran estimación y amistad.    
    Este, a raíz de su último viaje a los Estados Unidos, quiso ver a la viuda del general y testimoniarle su gratitud por los servicios que le había hecho su marido. El bisabuelo se había casado con una hija del almirante inglés MacBride, que estaba emparentado con las más nobles casas de Inglaterra. David Poe, padre de Edgar e hijo del general, se enamoró perdidamente de una actriz inglesa, Isabel Arnold, célebre por su belleza; se fugó y se casó con ella. Para unir más íntimamente su destino al de ella, se hizo actor y apareció con su mujer en diferentes teatros, en las principales ciudades de la Unión. Los esposos murieron en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y en la penuria más completos a tres criaturas, una de las cuales era Edgar.
    Edgar A. Poe había nacido en Baltimore, en 1813. Doy esta fecha de acuerdo con su propia afirmación, pues él se elevó contra la aseveración de Griswold, que sitúa su nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu novelesco, para servirme de una frase de nuestro poeta, ha presidido un nacimiento —¡espíritu siniestro y tempestuoso!—, ciertamente, presidió el suyo. Poe fue, en verdad, hijo de la pasión y de la aventura. Un rico negociante de la ciudad, mister Allan, se entusiasmó con aquel lindo e infortunado a quien la Naturaleza había dotado de un aspecto encantador, y como no tenía hijos, le adoptó. El niño se llamó, pues, de allí en adelante Edgar Allan Poe. Fue así criado en una grata holgura y con la esperanza legítima de una de esas fortunas que dan al carácter una soberbia certeza. Sus padres adoptivos se lo llevaron en un viaje que hicieron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a su país le dejaron en casa del doctor Bransby, que dirigía un importante centro de enseñanza en Stoke-Newington, cerca de Londres. Poe ha descrito en William Wilson aquella extraña casa, construida en el viejo estilo isabelino, y también sus impresiones de colegial.
    Volvió a Richmond en 1822 y prosiguió sus estudios en América bajo la dirección de los mejores profesores del lugar. En la Universidad de Charlottesville, donde ingresó en 1825, se distinguió no sólo por una inteligencia casi milagrosa, sino también por una profusión casi siniestra de pasiones —una precocidad realmente americana— que fue, por último, la causa de su expulsión. Conviene señalar de paso que Poe había demostrado ya, en Charlottesville, una aptitud de las más notables para las ciencias físicas y matemáticas. Más tarde la empleará con frecuencia en sus extraños cuentos, y obtendrá de ella medios absolutamente inesperados. Pero tengo razones para creer que no es a ese orden de composiciones a las que él daba más importancia, y que —quizá precisamente a causa de esa aptitud precoz— las consideraba como fáciles juegos de manos, comparándolas con las obras de pura fantasía. Unas desdichadas deudas de juego originaron una desavenencia pasajera entre él y su padre adoptivo, y Edgar —hecho de los más curiosos y que prueba, pese a lo que se ha dicho, una dosis de caballerosidad muy grande en su impresionable cerebro—concibió el proyecto de tomar parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar contra los turcos. Partió, pues, hacia Grecia. ¿Qué fue de él en Oriente? ¿Qué hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del Mediterráneo? ¿Por qué le encontramos nuevamente en San Petersburgo, sin pasaporte, comprometido, y en qué clase de asunto, obligado a recurrir al ministro americano, Henry Middleton, para librarse de la sanción rusa y volver a su casa? Se ignora; existe ahí una laguna que él sólo hubiese podido llenar. La vida de Edgar A. Poe, su juventud, sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido anunciadas largo tiempo por los periódicos americanos, pero no han aparecido nunca.
    De regreso en América, en 1829, expresó el deseo de ingresar en la escuela militar de West-Point; fue admitido, en efecto, y allí, como en otras partes, dio pruebas de una inteligencia admirablemente dotada, pero indisciplinable, siendo, al cabo de unos meses, expulsado. Al mismo tiempo ocurría en su familia adoptiva un suceso que debía tener las más graves consecuencias sobre su vida entera. La señora Allan, por quien parece él haber sentido un afecto verdaderamente filial, falleció, y el señor Allan se casó con una mujer muy joven. Y en esta época tuvo lugar una desavenencia doméstica, una historia rara y tenebrosa que no puedo contar, porque no ha sido claramente explicada por ningún biógrafo. No es, por tanto, extraño que él se haya separado definitivamente del señor Allan, y que éste, que tuvo hijos de su segundo matrimonio, le haya excluido por completo de su testamento.
    Poco tiempo después de haber abandonado Richmond, Poe publicó un pequeño tomo de poesías; fue realmente una aurora brillante. Para quien sabe sentir la poesía inglesa, hay ya en él un acento extraterreno, la serenidad en la melancolía, la deliciosa solemnidad, la experiencia precoz —iba a decir, creo, la experiencia innata— que caracterizan a los grandes poetas.
    La miseria le hizo ser soldado una temporada, y es de suponer que empleó los pesados ocios de la vida de guarnición en preparar los materiales de sus futuras composiciones, composiciones extrañas que parecen haber sido creadas para demostrarnos que la singularidad es una de las partes integrantes de lo Bello. Al volver a la vida literaria, el único elemento en que pueden respirar ciertos seres déclassés, Poe fenecía en una extrema miseria, cuando un azar feliz le hizo mejorar. El propietario de una revista acababa de fundar dos premios: uno, para el mejor cuento; otro, para el mejor poema. Una letra singularmente bella atrajo la mirada de Mr. Kennedy, que presidía el jurado, y le dio deseos de examinar por sí mismo los manuscritos. Y sucedió que Poe había ganado los dos premios, aunque sólo uno le fue entregado. El presidente del jurado sintió la curiosidad de ver al desconocido. El director del diario le llevó a un joven de una belleza chocante, andrajoso, abrochado hasta la barbilla, y que tenía el aspecto de un caballero tan orgulloso como hambriento. Kennedy se portó bien. Presentó a Poe a un señor, Thomas White, que fundaba en Richmond el Southern Literary Messenger. El señor White era un hombre audaz, pero sin ningún talento literario; necesitaba un ayudante. Poe se encontró así, muy joven —a los veintidós años—, director de una revista cuyo destino descansaba por entero en él. El creó esa prosperidad. El Southern Literary Messenger reconoció desde entonces que era a aquel excéntrico maldito, a aquel borracho incorregible, a quien debía su público y su fructuosa notoriedad. En ese magazine es donde aparecieron por primera vez la Aventura sin par de un tal Hans Pfaall y otros varios cuentos que los lectores verán ahora desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar A. Poe, con un maravilloso ardor, asombró a su público con una serie de composiciones de un nuevo género y con artículos críticos cuya viveza, claridad y severidad razonadas estaban hechas realmente para atraer las miradas. Aquellos artículos se ocupaban de libros de todo género, y la sólida cultura que el joven había adquirido le sirvió de mucho. Conviene saber que aquella tarea considerable la realizaba él por quinientos dólares; es decir, por dos mil setecientos francos al año. Inmediatamente —dice Griswold, lo cual quiere decir; “¡Se creía, pues, rico el muy imbécil!”— se casó con una muchacha bella, encantadora, de un carácter amable y heroico, pero que no tenía un céntimo —añade el propio Griswold en un tono de desdén—. Era la señorita Virginia Clemm, una prima suya.
    Pese a los servicios hechos a su diario, el señor White riñó con Poe al cabo de dos años, aproximadamente. El motivo de esa ruptura estuvo, sin duda, en los ataques de hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta, accidentes característicos que ensombrecían su cielo espiritual, como esas nubes lúgubres que dan de pronto al paisaje más romántico un aire de melancolía en apariencia irreparable. A partir de entonces, veremos trasladar su tienda al desventurado, como un hombre del desierto, y transportar su ligero petate a las principales ciudades de la Unión. Dirigió en todas partes revistas o colaboró en ellas de una manera brillante. Difundió con deslumbradora rapidez artículos críticos, filosóficos y cuentos henchidos de magia, que aparecieron reunidos bajo el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque, título notable e intencionado, pues los adornos grotescos y arabescos rechazan la figura humana, y ya se verá que por muchos conceptos la literatura de Poe es extra o sobrehumana. Sabremos, por notas ofensivas y escandalosas insertadas en los periódicos, que Mr. Poe y su mujer se encuentran enfermos de peligro en Fordham y en una absoluta miseria. Poco tiempo después de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los primeros ataques de delirium tremens. Una nueva nota apareció de repente en un diario —ésta más que cruel—, en la que se acusa su desprecio y su asco del mundo, creándole uno de esos procesos tendenciosos, verdaderas requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo él siempre que defenderse, una de las luchas más estérilmente fatigosas que conozco.
    Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos literarios le permitían casi vivir. Pero poseo pruebas de que él tenía que vencer sin cesar repugnantes dificultades. Soñó, como tantos otros escritores, con una revista suya, quiso estar en su casa, y el hecho es que había sufrido lo bastante para desear con ardor aquel cobijo definitivo de su pensamiento. A fin de alcanzar ese resultado y conseguir una suma de dinero suficiente, tuvo que recurrir a las lectures. Ya se sabe lo que son esas lectures, una especie de especulación, el Colegio de Francia puesto a disposición de todos los literatos, pues el autor no publica su lecture sino después de haber sacado de ella todos los ingresos que puede producir. Poe había dado ya en Nueva York una lecture de “Eureka”, su poema cosmogónico, que había promovido incluso grandes discusiones. Pensó aquella vez dar lectures en su tierra natal, Virginia. Contaba, como escribió a Willis, con hacer una gira por el Oeste y el Sur y confiaba en el concurso de sus amigos literarios y de sus antiguas amistades de colegio y de West-Point. Visitó, pues, las principales ciudades de Virginia y Richmond contempló de nuevo a aquel a quien había conocido allí tan joven, tan pobre, tan derrotado. Todos los que no habían visto a Poe desde el tiempo de su oscuridad acudieron en masa para examinar a su ilustre compatriota. Y él apareció apuesto, elegante, correcto, como el genio. Hasta creo que desde hacía algún tiempo había él llevado su condescendencia al extremo de hacer que le admitiesen en una sociedad de templanza. Escogió un tema tan amplio como elevado: El principio de la poesía, y lo desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero poeta que era, que la finalidad de la poesía es de la misma naturaleza que su principio, y que no debe fijarse en otra cosa más que en sí misma.
    La buena acogida que le dispensaron inundó su pobre corazón de orgullo y de gozo; se mostraba de tal modo encantado, que hablaba de establecerse definitivamente en Richmond y de acabar su vida en los lugares que su infancia le había hecho dilectos. Sin embargo, tenía asuntos en Nueva York, y partió el 4 de octubre, quejándose de escalofríos y de debilidad. Como siguiera sintiéndose bastante mal, al llegar a Baltimore, el 6, por la noche, hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a Filadelfia, y entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí, por desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la cuenta. A la mañana siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue encontrado un cadáver en la vía pública. ¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7 de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens, ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces. Así desapareció de este mundo uno de los más grandes héroes literarios, el hombre que había escrito en El gato negro estas palabras fatídicas: “¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?”
    Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde hacía largo tiempo. Cuando menos, provocó el escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud dio salida a su canto enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones fúnebres más indulgentes tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral burguesa, que se cuidó de no perder una ocasión tan admirable. Mr. Griswold difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se comportó más que decorosamente. ¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas de la estética, sumiéndose en los abismos menos explorados del intelecto humano; el que, a través de una vida que se asemeja a una tempestad sin calma, había encontrado medios nuevos, procedimientos desconocidos para asombrar la imaginación, para seducir los espíritus sedientos de Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho del hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de los periodistas virtuosos!Ut declamatio fiars!    Estos espectáculos no son nuevos; es raro que un sepulcro reciente e ilustre no sea un lugar de cita de escándalo. Por otra parte, la sociedad no ama a esos rabiosos desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya sea porque los considere de buena fe como remordimientos, tiene ella, a no dudar, razón. ¿Quién no recuerda las declamaciones parisienses a raíz de la muerte de Balzac, que murió, empero, de manera correcta? Y en fecha más reciente aún —hace hoy, 26 de enero, un año justo—, cuando un escritor de una honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre lúcido, fue discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente, que su discreción parecía desprecio—, a exhalar su alma en la calle más negra que pudo encontrar, ¡qué asqueantes homilías, qué asesinato refinado! Un periodista célebre, a quien Jesús no enseñara nunca maneras generosas, encontró la aventura lo bastante jovial para celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo y con tanta complacencia, se han olvidado dos asaz importantes, que son: el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse.
    Pero la sociedad mira al que se va como a un insolente; castigaría de buena gana ciertos despojos fúnebres, como aquel infeliz soldado atacado de vampirismo a quien la vista de un cadáver exasperaba hasta el frenesí. Y con todo, puede decirse que, bajo la presión de determinadas circunstancias, después de un serio examen de ciertas incompatibilidades, con firmes creencias en ciertos dogmas y metempsicosis; puede decirse, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suicidio es a veces el acto más razonable de la vida. Y así se forma una compañía de fantasmas, ya numerosa, que nos visita familiarmente, y en la que cada miembro viene a ensalzarnos su reposo actual y a confiarnos sus persuasiones.
    Confesemos, no obstante, que el lúgubre fin del autor de Eureka suscitó algunas consoladoras excepciones, sin lo cual sería cosa de desesperarse y el mundo resultaría insufrible. Mr. Willis, como ya he dicho, habló con honradez, y hasta con emoción, de las buenas relaciones que había mantenido siempre con Poe. Los señores John Neal y George Graham llamaron al señor Griswold al orden. El señor Longfellow —y ello es tanto más meritorio cuanto que Poe le había maltratado cruelmente— supo alabar de una manera digna de un poeta su elevada potencia como poeta y como prosista. Un desconocido escribió que la América literaria había perdido su cabeza más poderosa.
    Pero el corazón partido, el corazón desgarrado, el corazón traspasado por siete puñales, fue el de la señora Clemm. Edgar era a la vez su hijo y su hija. “¡Rudo destino —dice Willis, de quien tomo estos detalles casi textualmente—, rudo destino el que ella velaba y protegía! Porque Edgar A. Poe era un hombre embarazoso; aparte de que escribía con una fastidiosa dificultad y con un estilo demasiado por encima del nivel intelectual corriente para poderle pagar caro, estaba siempre atosigado por apuros monetarios, y con frecuencia él y su mujer enferma carecían de las cosas más precisas en la vida.” Un día, Willis vio entrar en su despacho a una mujer, vieja, dulce, seria. Era la señora Clemm. Buscaba trabajo para su querido Edgar. El biógrafo dice que se sintió hondamente emocionado no sólo por el elogio perfecto, por la exacta apreciación que hizo ella del talento de su hijo, sino también por todo su aspecto exterior, por su voz suave y triste, por sus maneras un poco anticuadas, pero bellas y nobles. “Y durante varios años —añade— hemos visto a esa infatigable servidora del genio, pobre y mal vestida, de diario en diario para vender unas veces un poema, otras un artículo, diciendo en ocasiones que estaba enfermo —única aplicación, única razón, invariable disculpa que ella daba cuando su hijo se hallaba atacado momentáneamente de una de esas esterilidades que conocen los escritores nerviosos—, sin permitir nunca que sus labios soltasen una palabra que pudiera ser interpretada como una duda, como una falta de confianza en el genio y en la voluntad de su bienamado.” Cuando su hija murió, ella se consagró al superviviente de la destrozada batalla con un ardor maternal acrecentado, vivió con él, le cuidó, le vigiló, defendiéndole contra la vida y contra él mismo. “En verdad —termina Willis con una elevada e imparcial razón—, si la abnegación de la mujer, nacida con un primer amor y mantenida por la pasión humana, glorifica y consagra su objeto, ¿qué no dice en favor del que le inspiró una abnegación como ésta, pura, desinteresada y santa como un centinela divino?” Los detractores de Poe hubieran debido, en efecto, darse cuenta de que hay seducciones tan poderosas, que no pueden ser sino virtudes.
    Es de imaginar lo terrible que fue la noticia para la desdichada mujer. Escribió una carta a Willis, de la cual son estas líneas:
    “He sabido esta mañana la muerte de mi bienamado Eddie… ¿Puede usted comunicarme algunos detalles, algunas circunstancias?… ¡Oh, no deje a su pobre amiga en esta amarga aflicción!… Dígale al señor X que venga a verme; tengo que participarle un encargo de mi pobre Eddie… No necesito rogarle que anuncie usted su muerte, y que hable bien de él. Sé que lo hará. Pero recalque usted bien el hijo afectuoso que era para mí, su pobre madre desolada…”
    Esta mujer se me aparece grande y más que noble. Herida por un golpe irreparable, sólo piensa en la reputación del que lo era todo para ella, y no basta para contestarle con decir que era un genio; es preciso que sepan que era un hombre recto y afectuoso. Es evidente que esa madre —antorcha y hogar encendidos por un rayo del más alto cielo— ha sido dada como ejemplo a nuestras razas, muy poco preocupadas de la abnegación, del heroísmo y de todo cuanto es más que el deber. ¿No era justo inscribir a la cabeza de las obras del poeta el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Aromará en su gloria el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus llagas, y cuya imagen volará sin cesar por encima del martirologio de la literatura. IIILa vida de Poe, sus costumbres, sus modales, su ser físico, todo lo que constituye el conjunto de su personalidad, se nos aparece como algo tenebroso y brillante a la vez. Su persona era singular, seductora, y, como sus obras, estaba marcada por un indefinible sello de melancolía. Por lo demás, él se hallaba notablemente dotado en todos los sentidos. De joven había demostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y aun siendo pequeño de estatura, con pies y manos femeniles, mostrando todo su ser ese carácter de delicadeza femenina, era más que robusto y capaz de maravillosas pruebas de fuerza. En su juventud ganó una apuesta como nadador que supera la medida ordinaria de lo posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes quiere conseguir grandes cosas un temperamento enérgico, así como da una poderosa vitalidad a los árboles encargados de simbolizar el duelo y el dolor. Esos hombres, de apariencia a veces enfermiza, están forjados como atletas, son aptos para la orgía y para el trabajo, prontos a los excesos y capaces de asombrosas sobriedades.
    Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales existe un acuerdo unánime, como, por ejemplo, su elevada distinción natural, su elocuencia y su belleza, de la que, según dicen, se sentía un tanto vanidoso.
    Sus maneras, mezcla singular de altivez y de dulzura exquisita, estaban llenas de firmeza. Su fisonomía, sus andares, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo le señalaba, máxime en sus días buenos, como un ser elegido. Toda su persona respiraba una solemnidad penetrante. Estaba, en realidad, marcado por la Naturaleza, como esas figuras de viandantes que atraen la mirada del observador y preocupan su memoria. El propio pedante y agrio Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y le encontró pálido y enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su mujer, se sintió conmovido en alto grado no sólo por la perfección de sus modales, sino también por su fisonomía aristocrática, por la atmósfera perfumada de su habitación, muy modestamente amueblada. Griswold ignora que el poeta posee más que todos los otros hombres ese maravilloso privilegio, atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber adornarse con nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en todas las cosas, hubiese encontrado el arte de transformar una choza en un palacio de nueva clase. ¿No ha escrito, con el talento más original y curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas de campo, de jardines y de reformas de paisajes?
    Existe una carta encantadora de la señora Frances Osgood, que fue una de las amigas de Poe, y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y sobre su vida doméstica los más curiosos detalles. Esta dama, que era también un escritora distinguida, niega valientemente todos los vicios y todas las faltas achacados al poeta.
    “Con los hombres —dice a Griswold—, quizá fuese como usted le describe, y como hombre puede usted tener razón. Pero yo afirmo el hecho de que con las mujeres era muy distinto, y de que nunca ha habido mujer alguna que haya conocido a Mr. Poe que no haya experimentado hacia él un profundo interés. Siempre se me apareció como un modelo de elegancia, de distinción y de generosidad…
    ”La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había dado en casa El cuervo, sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño me penetró tan íntimamente, que, cuando supe que Poe deseaba serme presentado, experimenté un sentimiento singular que se asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento y de pensamiento; con sus maneras que eran una mezcla intraducible de altivez y de suavidad. Me saludó, tranquilo, serio, casi frío; pero bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan marcada, que no pude por menos de sentirme impresionada a fondo. A partir de aquel momento, hasta su muerte, fuimos amigos…, y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte de recuerdo, y que él me dio, antes que su razón fuese derrocada de su trono de soberana, una prueba suprema de su fiel amistad.
    ”Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético, donde el carácter de Edgar A. Poe se mostraba para mí bajo su mejor aspecto. Bromista, afectuoso, ingenioso; tan pronto dócil como indómito, lo mismo que un niño mimado, tenía siempre para su joven, dulce y adorada mujer, y para todos los que acudían, aun en medio de sus más fatigosas labores literarias, una palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones graciosas y corteses. Se pasaba horas interminables ante su mesa, bajo el retrato de su Leonora, la amada y la muerta, siempre asiduo, siempre resignado y fijando con su admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban su asombroso cerebro, sin cesar en alerta. Recuerdo haberle visto una mañana más alegre y jovial que de costumbre. Virginia, su dulce mujer, me había rogado que fuese a verlos, y me era imposible resistir sus ruegos… Le encontré trabajando en la serie de artículos que ha publicado bajo el título The Literature of New York. "Vea usted —me dijo, desplegando con una risa triunfal varios pequeños rollos de papel (escribía sobre tiras estrechas, sin duda para adaptar su copia a la justificación de los diarios)—; voy a mostrarle por la diferencia de tamaños los diversos grados de estimación que tengo por cada miembro de su especie literaria. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es vapuleado y discutido particularmente. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame!" Y los desplegaron todos, uno por uno. Al final había uno que parecía interminable. Virginia, riendo, retrocedía hasta un extremo de la habitación, cogiéndolo por una punta, y su marido hacia otro rincón, con la otra punta. "¿Y quién es el afortunado —dije— que ha juzgado usted digno de esa inconmensurable ternura?" "¿Ustedes la oyen? ¡Como si su vanidoso corazoncito no le hubiese ya dicho que es ella!"
    “Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una correspondencia regular con Poe, obedeciendo en esto a las vivas instancias de su mujer, quien creía que podía yo tener sobre él una influencia y un ascendiente saludables… En cuanto al amor y a la confianza que existían entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo delicioso, no podría hablar de ellos con la convicción y el calor suficientes. No menciono algunos pequeños episodios poéticos a los cuales le impulsó su temperamento novelesco. Creo que era la única mujer a quien él amó de verdad…”
    En las novelas cortas de Poe no hay nunca amor. Al menos, Ligeia, Eleonora, no son, hablando con propiedad, historias de amor, ya que la idea principal sobre la que gira la obra es otra por completo. Acaso él creía que la prosa no es lengua a la altura de ese singular y casi intraducible sentimiento; porque sus poesías, en cambio, están fuertemente saturadas de él. La divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada, velada siempre por una irremediable melancolía. En sus artículos habla a veces del amor como de una cosa cuyo nombre hace temblar la pluma. En The Domain of Arnhaim afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al aire libre, el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la creación de una nueva Belleza. Lo que corrobora la idea de la señora Frances Osgood referente al aspecto caballeresco de Poe por las mujeres es que, pese a su prodigioso talento para lo grotesco y lo horrible, no haya en toda su obra un solo pasaje que se refiera a la lujuria, ni siquiera a los goces sensuales. Sus retratos de mujeres están, por decirlo así, aureolados; brillan en el seno de un vapor sobrenatural y están pintados con la manera enfática de un adorador. En cuanto a los pequeños episodios novelescos, ¿puede a uno extrañarle que un ser tan nervioso, cuya sed por lo Bello era quizá su rasgo principal, haya cultivado a veces, con un ardor apasionado, la galantería, esa flor volcánica, almizclada, para quien el cerebro vehemente de los poetas es un terreno predilecto?
    De su singular belleza personal, a la que se refieren varios biógrafos, el espíritu puede, creo yo, hacerse una idea aproximada recurriendo a todas las nociones vagas, características, contenidas en la palabra romántica, palabra que sirve generalmente para representar los géneros de belleza que consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades desbordantes que están encargadas de representar —construcción, comparación, causalidad— y donde predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad, el sentido estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a causa de esos privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no presentaba tal vez un aspecto agradable. Como en todas las cosas excesivas por un sentido, un déficit podía originarse de la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía unos ojos grandes, sombríos y luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso, tendiendo al violeta; la nariz, noble y sólida; la boca, fina y triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el rostro, de ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente velada por una melancolía habitual.
    Su conversación era de las más notables y con un fondo sustancioso. No era eso que se llama un charlista presuntuoso —cosa horrible—, y, además, su palabra, como su pluma, tenía horror a lo convencional; pero una amplia cultura, un rico vocabulario, profundos estudios, impresiones recogidas en varios países, hacían de su palabra una enseñanza. Su elocuencia, esencialmente poética, llena de método y moviéndose, empero, fuera de todo método conocido, arsenal de imágenes sacadas de un mundo poco frecuentado por la mayoría de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de una proposición evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de hacer pensar, de hacer soñar, de arrancar las almas del fango de la rutina: tales cosas eran sus deslumbradoras facultades, de las que muchas personas han conservado recuerdo. Pero sucedía a veces —eso cuentan, al menos— que el poeta, complaciéndose en un capricho destructor, arrastraba de nuevo con brusquedad a sus amigos a la tierra por obra de un cinismo desconsolador y derrocaba, brutal, su obra, henchida de espiritualidad. Hay, por lo demás, que señalar una cosa: que era muy poco exigente en la elección de sus oyentes, y creo que el lector encontrará sin dificultad en la Historia otras inteligencias grandes y originales para quienes toda compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio de la multitud, y que se nutren en el monólogo, prescinden de la delicadeza en materia de público. Es, en suma, una especie de fraternidad basada en el desprecio.
    De esa embriaguez —celebrada y reprochada con una insistencia que podría hacer creer que todos los escritores de los Estados Unidos, excepto Poe, son ángeles de sobriedad— hay que hablar, no obstante. Existen varias versiones plausibles, y ninguna excluye las otras. Ante todo, estoy obligado a hacer observar que Willis y la señora Osgood afirman que una cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para perturbar por completo su organismo. Es, por cierto, fácil de suponer que un hombre tan verdaderamente solitario, tan profundamente desdichado, y que pudo considerar con frecuencia todo el sistema social como una paradoja y una impostura; un hombre que, acosado por un destino inexorable, repetía a menudo que la sociedad no implica más que un tropel de miserables (Griswold refiere esto tan escandalizado como un hombre que puede pensar lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, digo, suponer que ese poeta, muy infantil en los azares de la vida libre, con el cerebro cercado por un trabajo áspero y continuo, haya buscado algunas veces una voluptuosidad de olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, dolores hogareños, insultos de la miseria.
    Poe huía de todo ello en la negrura, como de una tumba preparatoria, de la borrachera. Pero, por buena que parezca semejante explicación, no la encuentro lo bastante amplia, y desconfío de ella a causa de su deplorable simplicidad.
    He sabido que él no bebía como un ansioso, sino como un bárbaro, con una actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si realizase una función homicida, como si tuviese algo en él que matar, a worm that would not die. Se cuenta, además, que un día, en el momento de volver a casarse (habían corrido las amonestaciones, y cuando le felicitaban por aquel enlace que le aportaba las más elevadas condiciones de felicidad y de bienestar, habría él dicho: “Es posible que hayan corrido las amonestaciones; pero fíjense bien en esto: ¡no me casaré!”), fue con una borrachera atroz a escandalizar en la vecindad de la que debía ser su mujer, recurriendo así a su vicio para librarse de un perjurio hacia la pobre muerta, cuya imagen vivía siempre en él y a quien había cantado a maravilla en su Annabel Lee. Considero, pues, en un gran número de casos el hecho infinitamente precioso de premeditación como es sabido y comprobado.
    Leo, por otra parte, en un largo artículo de Southern Literary Messenger —esa misma revista cuya fortuna había él iniciado— que jamás la pureza y la perfección de su estilo, jamás la claridad de su pensamiento y su ardor en el trabajo fueron alterados por esa terrible costumbre; que la confección de la mayoría de sus excelentes trozos precedió o siguió a alguna de sus crisis; que después de la publicación de Eureka se entregó lamentablemente a su inclinación, y que en Nueva York, la mañana misma en que aparecía El cuervo, cuando el nombre del poeta estaba en todas las bocas, él cruzaba Broadway tambaleándose de un modo bochornoso. Observen ustedes que las palabras precedido o seguido implican que la embriaguez podía servir de excitante lo mismo que de descanso.
    Ahora bien: es indudable que —parecidas a esas impresiones fugaces y chocantes, tanto más chocantes en sus reapariciones cuanto más fugaces son, que siguen a veces a un síntoma exterior, especie de advertencia como el sonido de una campana, una nota musical o un perfume olvidado, las cuales son también seguidas de un suceso análogo a otro suceso ya conocido y que ocupaba el mismo lugar en una cadena anteriormente revelada; semejantes a esos singulares sueños periódicos que se repiten cuando dormimos— existen en la borrachera no sólo encadenamientos de sueños, sino una serie de razonamientos que necesitan, para reproducirse, del medio que les ha dado origen. Si el lector me ha atendido sin repugnancia habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en muchos casos —no en todos, ciertamente— la embriaguez de Poe era un medio mnemotécnico, un método de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su naturaleza apasionada. El poeta había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso se ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar de nuevo las visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles que había encontrado en una tempestad precedente: eran viejas amistades que le atraían, imperativas, y para reanudar su relación con ellas tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una parte de lo que hoy produce nuestro goce es lo que le mató. IV
De las obras de ese singular genio poco tengo que decir; el público mostrará lo que de ellas piensa. Me sería difícil quizá, pero no imposible, esclarecer su método, explicar su procedimiento, sobre todo en la parte de sus obras cuyo principal efecto reside en un análisis bien manejado. Podría yo introducir al lector en los misterios de su fabricación, extenderme largamente sobre esa porción de genio americano que le hace regocijarse de una dificultad vencida, de un enigma explicado, de un tour de force realizado; que le impulsa a divertirse con una voluptuosidad infantil y casi perversa en el mundo de las probabilidades y de las conjeturas, y a crear mentiras a las cuales su arte sutil presta una vida verdadera. Nadie negará que Poe es un prestidigitador maravilloso, y sé que otorgaba sobre todo su estimación a otra parte de sus obras. Tengo que hacer algunas observaciones más importantes, muy breves, en suma.
    No es por sus milagros materiales, que le han dado, empero, su fama, por lo que él conquistará la admiración de las gentes que piensan, sino por su amor a lo Bello, por su conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, por su poesía profunda y gimiente, siquiera trabajada, transparente y correcta como una joya de cristal; por su admirable estilo, puro y singular —apretado como las mallas de una cota—, complaciente y minucioso —y cuya más ligera intención sirve para llevar suavemente al lector hacia un fin deseado—, y, en fin, sobre todo, por ese genio especialísimo, por ese temperamento único que le ha permitido pintar y explicar de una manera impecable, sorprendente, terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, para escoger un ejemplo entre cientos, es un autor sanguíneo. Poe es el escritor de los nervios, e incluso de algo más, y el mejor que yo conozco.
    En él, toda entrada en materia es atrayente sin violencia, como un torbellino. Su solemnidad sorprende y mantiene el espíritu alerta. Percibe uno en seguida que se trata de algo serio. Y lentamente, poco a poco, se desenvuelve una historia cuyo interés todo se basa sobre una imperceptible desviación del intelecto, sobre una hipótesis audaz, sobre una dosificación imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las facultades. El lector, apresado por el vértigo, se ve obligado a seguir al autor en sus atractivas deducciones.
    Ningún hombre, lo repito, ha contado con mayor magia las excepciones de la vida humana y de la Naturaleza, los ardores de curiosidad de la convalecencia, los finales de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del Sur ablanda y afloja los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no provienen del corazón; la alucinación dejando lo primero sitio a la duda, y muy pronto convencida y razonadora como un libro; lo absurdo instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica espantosa, la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción asentada entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacorde hasta el punto de expresar el dolor con la risa. Él analiza lo que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y describe en una forma minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda esa parte imaginaria que flota en torno al hombre nervioso y le hace acabar mal.
    El ardor mismo con que se arroja a lo grotesco por amor a lo grotesco, a lo horrible por amor a lo horrible, me sirve para comprobar la sinceridad de su obra y la unión del hombre con el poeta. He observado ya que en varios hombres ese ardor era con frecuencia el resultado de una amplia energía vital inocupada, a veces de una obstinada castidad y también de una profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad sobrenatural que el hombre puede experimentar viendo correr su propia sangre; los movimientos repentinos, violentos, inútiles; los fuertes gritos lanzados al aire, sin que el espíritu mande a la garganta, son fenómenos a situar en el mismo orden.
    En el seno de esta literatura en que el aire está enrarecido, el espíritu puede experimentar esa gran angustia, ese miedo pronto a las lágrimas y ese malestar del corazón que residen en los lugares inmensos y singulares. Pero la admiración es más fuerte, ¡y, además, el arte es tan grande! Los fondos y los accesorios son en ella apropiados al sentimiento de los personajes. Soledad de la Naturaleza o agitación de las ciudades, todo está descrito en ella nerviosa y fantásticamente. Como a nuestro Eugene Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la poesía grande, a Edgar A. Poe le complace agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en que se revelan la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. La naturaleza que llaman inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con un temblor sobrenatural y galvánico. El espacio se ahonda por el opio; el opio da en él un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad más significativa. A veces, lejanías magníficas, henchidas de luz y de color, se abren de repente en sus paisajes, y se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol lanza lluvias de oro.
    Los personajes de Poe, o más bien el personaje de Poe —el hombre de facultades sobreagudizadas, el hombre de nervios relajados, el hombre cuya voluntad ardorosa y paciente lanza un reto a las dificultades, aquel cuya mirada se clava con la rigidez de una espada sobre objetos que se agrandan a medida que él los mira— es Poe mismo. Y sus mujeres, todas dolientes y luminosas, muriendo de males extraños y hablando con una voz que parece música, son él también, o, cuando menos, por sus raras aspiraciones, por su saber, por su melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su creador. En cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se revela bajo diferentes retratos, esparcidos en sus poesías demasiado escasas, retratos, o, mejor, modos de sentir la belleza, que el temperamento del autor aproxima y confunde en una unidad vaga, pero sensible, en la que vive más delicadamente acaso que en otra parte ese amor insaciable de lo Bello, que es su gran título; es decir, el resumen de los títulos que él posee al efecto y al respeto de los poetas.
    Si tengo nueva ocasión, como espero, de hablar de este lírico, haré el análisis de sus opiniones filosóficas y literarias, así como, en general, de las obras cuya traducción completa tendría pocas probabilidades de éxito entre un público que prefiere con mucho la diversión y la emoción a la más importante verdad filosófica.