martes, 4 de enero de 2011

Prólogo

Por Vicente Battista.


Nos encontramos por primera vez con Abelardo Castillo una noche de verano del año 1962. No puedo precisar ni el día ni el mes, pero sé que era de noche y que hacía mucho calor. Recuerdo el sitio: el bar La Comedia, en Paraná y Corrientes; y también recuerdo todo lo que tuve que esperar a Castillo. Por aquellos días yo conocía sus cuentos y conocía la revista literaria que él dirigía; pero desconocía su poderosa impuntualidad. Llegó cuando iba por el tercer café. La espera valió la pena. Yo tenía veintidós años y algunos cuentos inéditos. Castillo me llevaba cinco años, en el teatro Los Independientes ya habían estrenado su tragedia El otro Judas, y la editorial Goyanarte ya había publicado Las otras puertas, su libro de cuentos: me iba a encontrar con un escritor de verdad. Aquella noche hablamos largo, o tal vez Castillo habló largo. Lo cierto es que a la madrugada, cuando nos despedimos, ya me había invitado a ser parte de El escarabajo de oro. Esa madrugada, con mis pocos cuentos inéditos, yo también, de golpe y para siempre, me sentí un escritor de verdad, alguna vez tenía que decirlo.
Con la excusa de editar una revista, de escribir cuentos y novelas, de apostar por la utopía y por un mundo mejor, fue creciendo entre nosotros una amistad que se mantiene inalterable a lo largo de los años. Voy a hacer pública una dedicatoria; con estas palabras me dedicó Castillo su novelaCrónica de un iniciado: “Después de treinta años de amistad se puede decir que dos hombres son hermanos; después de treinta años de amistad, dos escritores son casi el mismo”. Me apresuro a declarar que no es cierto, no somos el mismo: Castillo, mal que le pese, me sigue llevando cinco años, y Castillo es (lo he dicho infinidad de veces, pero no está de más repetirlo) uno de los más grandes escritores que tiene nuestro país.
Por todo esto, no me extrañó que se me invitara a ser algo así como el compilador o antólogo de este libro. Trabajamos con Castillo a lo largo de casi tres meses. El bar La Comedia hace tiempo que se trocó en una pizzería impersonal y hace tiempo que el autor y yo pasamos la barrera de los treinta años. Pero otra vez era verano, y aunque los veranos de hoy ya no son como los de antes, en estos tres meses, en las noches de esos tres meses, recuperamos el lúcido insomnio de aquellas otras noches de mediados de los sesenta, cuando en el segundo piso de un pequeño departamento del barrio de Boedo, entre risas, discusiones, whiskies y cafés, Castillo, Liliana Heker, Bernardo Jobson y yo organizábamos el nuevo número de El escarabajo de oro.
En esta oportunidad, faltaron los whiskies, pero estaba Sylvia Iparraguirre, estaban los cafés y las mismas “discusiones babilónicas” de entonces. El método utilizado para preparar este libro fue idéntico al que utilizábamos para preparar nuestra revista, la más absoluta falta de método: a la hora de editarla, sobre una gran mesa desparramábamos el posible material, y luego elegíamos a nuestra mejor ver y entender. Hoy pienso que veíamos y entendíamos bastante bien: no en vano El escarabajo de oro se ha convertido en un referente obligado cada vez que se habla de los míticos sesenta.
Esta vez el material era el propio Abelardo Castillo. Había textos que se referían al escritor y al acto de escribir, había reflexiones sobre qué se debe entender por ética literaria y política, y postulados acerca del arte y la literatura. Esas páginas, casi todas inéditas, estaban dispersas en cajones y baúles; otras, en el interior del disco rígido de la computadora. Metí las manos en cajones y baúles, abrí cuadernos de caligrafía indescriptible y, por supuesto, entré a saco en el disco rígido. Encontré de todo, desde fragmentos de ensayos, notas y artículos, hasta desgrabaciones y charlas y apuntes de taller. Incluso me topé con el Diario que Castillo viene llevando desde los diecinueve años; algunas de esas páginas también figuran en este libro.
Al enfrentarnos con ese material descubrimos que han cambiado muchas de las cosas por las que hace tres décadas polemizábamos con los otros: también descubrimos que nuestro modo de ver el mundo sigue siendo esencialmente el mismo. Repitiendo aquel encuentro inaugural de hace ya tantos años, Castillo, en los intervalos, habló sin descanso. Yo me limité a discutir un poco y a escuchar mucho. Una noche, tuve la astucia de agenciarme un grabador: esas charlas ocasionales iban a estructurar definitivamente dos de las secciones del libro (”Escritores en persona”, “Irreverencias”); iban a ser, por decirlo de alguna manera, el corazón del volumen. Según el dictamen de Nietzsche que Castillo cita en una de estas páginas, su libro se construyó a sí mismo; yo fui algo así como un lector privilegiado, su primer lector. En definitiva, como alguna vez dijera Borges: “Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual”.
Borges, ahora que me acuerdo, también dijo, citando a Quevedo: “Dios te libre, lector, de prólogos largos”. Este, creo, ya tiene una dimensión razonable.

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