El tiempo, que fue nuestra partera, será nuestro verdugo. Ayer el tiempo nos dio de mamar y mañana nos comerá.
Así es nomás,
y bien lo sabemos.
¿Lo sabemos?
El primer
libro nacido en el mundo cuenta las aventuras del rey Gilgamesh, que se negó a
morir.
Esta epopeya
pasó de boca en boca, desde hace unos cinco mil años, y fue escrita por los
sumerios, los acadios, los babilonios y los asirios.
Gilgamesh,
monarca de las orillas del Éufrates, era hijo de una diosa y de un hombre.
Voluntad divina, destino humano: de la diosa heredó el poder y la belleza, y
del hombre heredó la muerte.
Ser mortal no
tuvo para él la menor importancia, hasta que Enkidu, su muy amigo, llegó al
último de sus días.
Gilgamesh y
Enkidu habían compartido hazañas asombrosas. Juntos habían entrado en el Bosque
de los Cedros, morada de los dioses, y habían vencido al gigante guardián, cuyo
bramido hacía temblar las montañas. Y juntos habían humillado al Toro Celeste,
que con un solo bufido abría una fosa donde caían cien hombres.
La muerte de
Enkidu derrumbó a Gilgamesh, y lo aterró. Descubrió que su valiente amigo era
de barro, y que también él era de barro.
Y se lanzó al camino, en busca de la vida
eterna. El perseguidor de la inmortalidad vagó por estepas y desiertos,
atravesó la
luz y la oscuridad,
navegó por los
grandes ríos,
llegó hasta el
jardín del paraíso,
fue servido
por la tabernera enmascarada, la dueña de los secretos,
alcanzó el
otro lado de la mar,
descubrió al
barquero que sobrevivió al diluvio,
encontró la
hierba que daba juventud a los viejos,
siguió la ruta
de las estrellas del norte y la ruta de las estrellas del sur,
abrió la
puerta por donde entra el sol y cerró la puerta por donde el sol se va.
Y fue inmortal, hasta que murió.
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