Cuando Irak era Asiria, un rey ofreció en su palacio de la ciudad de Nimrod un banquete de veinte platos calientes, acompañados por cuarenta guarniciones y regados por ríos de cerveza y vino. Según las crónicas de hace tres mil años, hubo sesenta y nueve mil quinientos setenta y cuatro invitados, todos hombres, mujer ninguna, además de los dioses que también comieron y bebieron.
De otros
palacios, todavía más antiguos, provienen las primeras recetas escritas por los
maestros de cocina. Ellos tenían tanto poder y prestigio como los sacerdotes, y
sus fórmulas de sagrada comunión han sobrevivido a los naufragios del tiempo y
de la guerra. Sus recetas nos han dejado indicaciones muy precisas (que la masa se eleve hasta cuatro dedos en
la marmita) y a veces no tanto (echar
sal a ojo), pero todas terminan diciendo:
Listo para
servir.
Hace tres mil
quinientos años, también Aluzinnu, el payaso, nos dejó sus recetas. Entre
ellas, esta profecía de la charcutería fina:
Para el último día del penúltimo mes
del año, no hay manjar comparable a la tripa de culo de burro rellena de mierda
de mosca.
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